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jueves, diciembre 01, 2005

Los sinsabores de una mudanza

Mas allá de los consabidos dolores de espalda, frustración, gastos, y agotamiento que dejan los esfuerzos típicos necesarios y la conciencia de que uno esta empacando cosas para volver a sacarlas y reubicar en pocos días, cada detalle de estos proyectos de considerable envergadura, atentan contra la salud mental y emocional de cualquiera.
Primero está el paso por todo supermercado existente en busca de esas benditas cajas, que una vez mudada no sabés donde meter (porque en realidad, uno quisiera guardarlas para estar ya provisto para el próximo evento) y terminás apilando en la calle para regocijo de los cartoneros. Luego de varias vueltas y ruegos, tenés todas las herramientas necesarias, y con cierto entusiasmo empezás por lo más fácil, y hasta cierto grado, entretenido: Los libros. Chiquitos, grandes, flacos, gordos, como sean, siempre tienen la mágica ductilidad de encajar como rompecabezas, y dejarte un empaque “inteligente” y hermético que te llena de orgullo y placer. Con una sonrisa en la cara, cerrás amorosamente las tapitas, y cinta de embalar por aquí, y cinta de embalar por allá. Marcador indeleble para rotular cuidadosamente la obviedad, “Libros” y te agachás para correr el empaque... Y te quedás agachado un buen rato, porque por más que tires con todas tus fuerzas, la cajita perfecta queda en su lugar. Luego de varios intentos frustrados intentas empujarla con el pie, y sentís como se te descolocan los tendones, y la caja sigue sin moverse. Entonces te arrodillás frente a la misma, y poniendo todo tu peso sobre el hombro empezás a correr el bloque de plomo milímetro a milímetro, cosa que cuando llegás a destino (la esquina del recinto que quedaba sólo a un metro de distancia) te dejás caer agotado creyendo que no podés hacer más nada. Y con una desolación tormentosa, ves que todavía te falta el resto de la casa, y que los libros, la verdad, no cuentan para nada en el porcentaje de empaque total...
Cajas demasiado chicas, cajas demasiado grandes, cosas que no entran “por un pelito” y cosas que realmente no entran en ningún lado. También están lo que me gusta llamar “chiquitajes” que en realidad son cositas que no sabes dónde carajo meterlas. Así te enfrentás a la realidad de los extremos; tenés un pin ínfimo que no tirarías por nada del mundo, y un artefacto que te ocupa un 94% de la caja y te da pena desperdiciar el 6% restante. Entonces empezás a buscar cajitas más chiquitas (de zapatos, o de ropa interior que suelen ser muy útiles) y ahí le mandás el dichoso pin, un lápiz sin punta, la moneda de 5 centavos de kualalumpur que te regaló alguien (aunque no recuerdes muy bien quien exactamente), una cinta scotch chica que en tu puta vida usaste – y que probablemente nunca vayas a usar... después de todo te van a quedar kilos de cinta de embalar – un arito que de alguna manera se escapo de la caja ya sellada de bijouterie, una tijerita plegable, una chinche, un pastillero (ahí estaba! Tanto que lo busqué cuando estuve enferma). Y vas llenando la cajita de las cosas más diversas, dándole lógica al hecho de que después nunca vas a encontrar lo que buscás (como el pastillero), rotulándola originalmente con “Misceláneas” que en el fondo es una palabra muy útil pero lo cierto es que no te dice nada.
Mientras pasan los días y las cajas se amontonan, y todavía hay más cosas que embalar, te preguntás si tus placares no son réplicas de la valija de Mary Poppins, porque tu lógica no permite comprender como cuernos siguen saliendo elementos y ya tenés el living totalmente obstruido por cajas (sin contar todas las bolsas de consorcio llenas de tooooodas las boludeces que guardás al pedo durante los años, y que finalmente tirás con la mudanza – sólo para darte cuenta, al poco tiempo, que varias de esas cosas finalmente se mostraban necesarias)En lo últimos días, toda tu organización y planes fenecen en la desesperación y agotamiento, y te limitás a agarrar la primera caja vacía a mano y tirarle dentro cuanta cosa te encuentres, sin acomodarla, y sellarla una vez – aparentemente – llena. Todos los chiquitajes que quedan (si, porque en el fondo sin importar cuantas cajitas llenaste de esa boludeces, siempre hay mas, escondidos en un rincón, en una taza, debajo de un mueble, etc etc etc) van derechito a la misma caja donde hay ropa, un libro que quedó colgado, un CD que te devolvieron, la plancha, el shampoo, la comida del gato y los parlantes de la compu... En la madrugada, unas horas antes de que llegue el camión de mudanzas, te sentás feliz a contemplar el trabajo terminado, y te acomodás como mejor podés en el piso para cerrar los ojos aunque sea un segundito. El sonido del timbre te perfora la existencia, y te levantás con miedo y angustia de un salto “Que?, ah?, donde? Mmfff?”. Y aunque sentís que tu espalda está por quebrarse al medio, ayudás a los mudadores a cargar las cajas (no sea cosa que tengas que pagar por más de una hora), y vas y venís, vas y venís, y después se pierden unos preciosos 20 minutos analizando los centímetros de la apertura del ascensor, para ver si entra la heladera, que al final no entra por 1mm (que no se consigue por mas que empujes y empujes las puertas de metal) y genera una hora extra en el servicio porque los muchachos la tienen que bajar por la escalera. Las ideas y venidas se repiten incesantemente, y reanudan al llegar a la nueva locación. Cuando finalmente la puerta de entrada se cierra, y te encontrás bajo el nuevo techo y querés respirar un aliviado “Ya está” ves las cajas que te saludan con sorna, y tomás conciencia de todo el trabajo que queda, y de todas las cosas, que durante mucho tiempo no vas a poder encontrar...