Pages

sábado, febrero 16, 2008

Bendito cambio

Cuando una mujer necesita un cambio, normalmente, se corta el pelo. Con eso suele bastar. Así que fui, me hice un desmechado, sacar volumen y alguna huevada más de esas que te venden por una módica suma. Me animé a salir al mundo con el pelo suelto y cumplió su cometido por un par de días. Pero después todo siguió igual de gris (y sí, volví a atarme el pelo). Entonces, ya harta de la rutina, me corté la pata derecha. ¡Algo tiene que cambiar ahora! Y algo cambió, estuve mes y medio en reposo absoluto viendo mi panza aumentar su volumen. Pero todavía queda una promesa flotando, el verdadero impacto de toda la cuestión: que los pies no duelan más.

Uno no valora sus patitas como debería me parece. Las da por sentado. Te llevan aquí y allá y punto. No se les da mayor relevancia que sostén. Pero influyen en todo, y por eso sé que el cambio que ansío está a la vuelta de la esquina. Cuando los quesos funcionan mal, todo se deforma. Mi vieja siempre decía: "los pies duelen en la cara" y más allá de que mi cara de seriedad constante está bastante influenciada por ser medio Banana Pueyrredón, mis empanaditas sin dudas hablaban a través de mis gruñidos. Aclaremos un poco el panorama. Recuerden la fiesta, peregrinación o maratón más larga que hallan experimentando. Recuerden el dolor en sus pies luego de incontables horas de sostener todo el peso de sus cuerpos. Recuerden la quemazón en las plantas, las puntadas en los tobillos y el fervoroso deseo de sentarse, de ponerlos en agua caliente, de masajearlos un poco. Ahora, mantengan esa sensación y aplíquenla a sus vidas diarias. Imaginen que ese dolor no desaparece con una noche de descanso, que cada vez que se ponen en pie revive sin tregua. En el trabajo, en el colectivo, en el supermercado, mientras lavan los platos, cuando se dan una ducha. Llegado un momento uno se acostumbra, pero no por eso deja de sufrirlas. Entonces, empezás a modificar tu vida. O gastás un dineral en taxis o llegás tarde a todos lados por esperar un colectivo vacío. Porque sabés que si te tomás el primer bondi que pasa y vas parado, terminás llegando a donde sea con cara de ogro y un humor de perros porque te duele hasta el alma. No salís a caminar cuando hay lindo clima y admirás las noches agradables desde la ventana de tu casa. Rechazás invitaciones a tomar un café o cualquier cosa que implique ponerte en pie por un tiempo prolongado. Ni hablar de los deportes. Despacito y sin darte cuenta, te volvés un bodoque aburrido y la vida te pasa de largo.

Hace dos meses que no puedo dejar de imaginar cómo será la vida sin ese tipo de dolor. Me parece increíble que antes no me lo planteara, que la degeneración haya sido tan paulatina que nunca me detuve a razonar lo que estaba mal en la ecuación. Recién cuando me aclararon que no era normal, me bajó el rayito de luz y oxigenó mis neuronas. Recién entonces empecé a elucubrar. Quizás el viaje al trabajo no tenía que ser una agonía, por ahí podía caminar las 40 cuadras sin morir en el intento, existe la posibilidad de seguir en pie después de las 20hs y salir a tomar todos los cafés habidos y por haber. No más aflicciones silenciosas en las cosas normales de la vida, y como resultado una enorme sonrisa. Vaya vuelta de tortilla. Y sí, es exactamente lo que buscaba. Todavía no puedo ponerlo en práctica, el proceso de cicatrización es más lento de lo que esperaba. Pero falta poco y, por suerte, soy taurina. La paciencia me sobra y me permito degustar la idea de todo lo que viene de a poquito, situación por situación. Y me voy sonriendo a cada rato, porque se viene el cambio, y va a estar bueno.


Ah! Y valoren sus extremidades inferiores. Un bañito con sales, masajes y, por qué no, pedicura. Se lo merecen.

Vaya Embole

57 días de nada y la cabeza empieza a entumecerse. Los primeros días fueron dedicados a una limpieza profunda. Expulsar las brumas de la rutina y el tedio. La idea era aprovechar este descanso forzado para reinventarme, buscar algún hilo abandonado en mi psiquis y retroceder unos años. Salvar los elementos creativos e inocentes que se perdieron en la hecatombe de la urgencia y plantarnos en la madurez. Parecía un plan fácil, considerando que no habría ningún agente externo que interrumpiera la noble labor. Pero en algún momento de la expedición tomé un giro equivocado y terminé muy lejos del objetivo inicial. No fue fútil, pero temo que, nuevamente, lo lógico suplantó lo importante.

Me prometí que escribiría. Lo decía por todos lados en los días que precedieron la operación. Y dos meses después, no he soltado una sola línea. No puedo decir que realmente lo intenté, aunque tampoco puedo decir que ignoré la pauta. Lo cierto es que siento que mi cabeza ya no es lo que era y nunca fui partidaria de las cosas forzadas. Quizás hubiera logrado desentumecerme si hubiera usado este tiempo en reencontrarme. La culpa aguijonea un poco. Sólo tengo una idea para debatir con mi jefe en esperanza de que el clima laboral cambie. Un abstracto que aún no puedo probar y que por el momento no asegura nada. Y el resto es vacío. 1368 horas de ocio desaprovechado y un concepto desestimado que va anclando. Quizás he sobrevalorado mis capacidades por demasiado tiempo. O quizás las he ignorado lo suficiente para que se me hayan perdido. Lo único seguro es que no encuentro ninguna arista donde aferrar mis letras, ni siquiera un puntito suelto en la inmensidad. La sensación de impotencia es abrumadora. Y el aburrimiento, soberano. La falta de actividad es regenerativa. Me leo a mi misma, meses atrás, diciendo que la insuficiencia de tiempo era la única culpable. Ahora podría excusarme con que la imposibilidad de salir a la calle me priva de aprovechar este abuso de tiempo como es debido. Pero tengo que usar un poquito de honestidad y cortar con las excusas. Estoy seca, achanchada y pasivamente ida. Hay que tomar el toro por las astas, aunque sea a lo bruto y sin guantes. Así que ahí vamos. Soltando letras anodinas para reactivar el motor, esperando que en el medio de tanto tecleteo salga una idea