Pages

martes, agosto 31, 2010

Jump

Aprender a equivocarse es todo un desafío. Cuando se han pasado tantos años bajo el mullido abrigo de la autosuficiencia satisfecha del cálculo minucioso, cualquier cosa fuera de un resultado certero sugiere un salto ciego al corazón de un volcán.

El perfeccionismo es un voraz parásito de inteligencia sublime. Uno le deja chupar hasta la última gota de existencia que pueda albergar el espíritu; plenamente consciente de su presencia y su devastación y se sonríe completamente satisfecho con su desempeño. Después de todo, que la perfección no exista es apenas un detalle y el afán de acercarnos lo más posible a ella es una delicia irresistible. A fin de cuentas, ni el ser más mecánico deja de ser humano y los seres humanos somos una utopía en sí misma. Nacemos, mamamos, nos regeneramos y morimos en el concepto de una identidad universal que nunca ha llegado ni llegará a realizarse en pleno. Un dios dado, la magia, el amor incondicional, la vida eterna o la perfección, son una misma cosa al final. La aspiración a lo sublime desde distintos aspectos de la psique donde prevalece la influencia más fuerte. Y en este aspecto, vuelvo a comprobar que el intelecto nunca es la opción más sana. Mientras miro a mi bien cuidado y mimado parásito chupar otro poco de esencia (y aun no puedo evitar del todo seguir sintiendo cierto cariño maternal mientras lo observo con desprecio) me pregunto cómo demonios voy a hacer para que me permita lanzarme al vacío.

Tengo que aprender a equivocarme, no me cabe duda alguna al respecto y la decisión está más que analizada, aprobada y cimentada. Pero para aprender algo hay que pasar cierta cantidad de repeticiones y para equivocarse muchas veces hay que tomar un número mayor de riesgos. Y si hace demasiados años que no corro un puto riesgo real, ¿cómo cuernos hago para darle, de golpe, a varios? Y en plena conciencia de que justamente busco los que llevan al fracaso, ni mucho menos!

Estoy jodida, pero no pierdo la esperanza. Casi, casi podría distraer al endemoniado bichito con una uña chueca o el grano que alieniza mi nariz. Nunca le di demasiada bola al cuerpo así que tiene crítica y análisis de sobra para entretenerse. La cosa sería nomás que no se dé cuenta del absurdo cambio de objeto de concentración, cosa improbable porque no es ningún boludo. Y ahí saldría a tirarme el castillo de naipes justo cuando esté a un paso de la cornisa.

Pero vale, que uno no es inteligente al pedo. Si me las puedo rebuscar para justificar la indefendible protección de mi vampírico perfeccionismo, bien puedo encontrar una argumentación inimputable para saltar sin paracaídas (ni cálculo de velocidad, dirección del viento, altura ni nombre del piloto) cuando se me antoje. No es tan complicado refutar la mayoría de las objeciones lógicas con simples anhelos, sólo se pone fiero con las aspiraciones más abstractas que son fáciles de vetar por retorcidas. Simplificación matemática es todo lo que necesito. No hay nada más atractivo que una ciencia exacta para el perfeccionismo. Dejar que él solito se enrede en la disección y fraccionamiento de su lógica pura para llevarme a la materia prima de la intencionalidad y chantarle una abstracción paralela de dicho resumen en la cara. No es moco de pavo, pero se puede. Y ya casi puedo sentir el alivio de la libertad que precede al salto. Casi, casi que puedo decir: “Bienvenida vida, vamos de nuevo”