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miércoles, noviembre 24, 2010

Inmune

"Sos una verdadera rareza. No sé qué hacer con vos y tampoco puedo alejarme" decía un joven/adolescente para ganarse un beso mío. Y ni falta le hacía porque yo ya estaba muerta por él. Fue una lejana noche de invierno en un pueblo de Mendoza. No recuerdo la fecha, ni muchas de las cosas que pasaron en aquel entonces, pero no me he olvidado de esa frase.

"Me diste vuelta el bote, sos una dicotomía de mujer" fue lo que dijo el rubio que me enfermó la cabeza por 6 u 8 largos meses a mis 18. Por absurdo que suene fue absolutamente cautivante. Y sirvió de primer plato a la perplejidad que me regalaban sus engaños.

"Me estás enseñando a amar, cuando nunca creí que sería capaz de hacerlo. Y sólo vos tenés ese poder" fue la sentencia de aquel muchacho dark del que me enamoré perdidamente, un mes antes de dejarme. Los años se llevaron las heridas, pero quedaron las palabras.

Y si me acuerdo con nitidez de las frases retorcidas y poco comunes, es porque ya de chica había aprendido a descreer del halago rápido y barato. Las cosas desconcertantes se me hacían más reales, más creíbles. Más cercanas a mi concepto de que la palabra no está para usarse gratis y al pedo. Lo que no implica que un "daría mi vida por vos" de unos ojos bañados en lágrimas que no pudieron sacrificar en lo pequeño no me haya dejado una etiqueta de biohazard titilando en el cerebro.
Normalmente digo que siempre fui desconfiada, pero eso no es cierto. Lo que sucede es que me abalancé a la vida de brazos tan abiertos y entusiastas que tardé muy poco tiempo en aprender a desconfiar. Y ese aprendizaje sólo supo aumentar a dimensiones desproporcionadas con los años. Desconfío profundamente, siempre, de todo; pero me trago un cargamento de vidrio molido para darme la oportunidad de estar equivocada, una y otra vez. Y trato de aprender algo mientras lleno la psiquis de curitas y merthiolate. Pero más que aprender nada me termino curtiendo, y eso no está bueno.

Un "que linda que sos" me hace sonreír y bajar la cabeza en timidez, pero no me la creo ni fumada. Un "me encanta estar con vos" me incita una complacencia dulce pero no tiene más impacto que el gesto del halago. Un "te quiero/amo" me pone en guardia, activa las alarmas y me hace entrecerrar los ojos. Cumplo mi ritual de combatir la desconfianza a fuerza de esencia vital, esperando que esta vez haya algo más que palabras. Porque sé, lamentablemente estoy segura, que ya no hay palabras existentes que puedan convencerme de verdad. Me he vuelto completamente inmune a la expresión verbal o al típico gesto físico. Pueden decirme cosas preciosas, grandilocuentemente románticas, me pueden dorar hasta el paroxismo y mis entrañas no se inmutan. Me gusta escucharlas, por supuesto, y - por momentos - me parece, incluso, que casi despiertan una esperanza. Pero la sensación dura lo que se sostiene el sonido en el aire. Y me niego rotundamente a depender de la repetición.
Me asusta la idea de que ya nada alcance, me angustia pensar que he consumido mi capacidad de asombro demasiado pronto. Me desahucia considerar que la inocencia rompe contra mi entumecimiento haciéndose añicos, sin siquiera poder aspirar un poco de su tierna y noble esencia. Necesito volver a conmoverme, a ilusionarme con una promesa, a entusiasmarme con un cumplido.

Tal vez tal cosa sea posible, la pequeña oportunidad disimulada en la enorme masa de todo lo conocido como una nueva cepa de algo que no pueda combatir. Tal vez el secreto esté en esas lágrimas inesperadas que se despeinaron con dulzura (en el breve tiempo que fueron permitidas) al recibir esa manta cuando sentí frío. Tal vez sugiera que existe todo un universo de pequeñas cosas simples que escapan a lo típico y van haciendo cosquillas a escondidas. Cosquillas imperceptibles pero corrosivas que van ablandando el óxido con paciencia. Agentes que nunca antes enfrenté y ante los cuales no tengo defensa.

Tal vez sí. Tiene que existir algún mecanismo a prueba de fallos bajo el proceso de autodestrucción.

martes, noviembre 09, 2010

Culpa

El despertador suena como un torno puliendo una caries cerebral. Hace semanas que no descanso bien y las mañanas se vuelven tortuosas. La cinta de mi mente patina y patina como un disco rayado en su intento de cubrir todo lo que debe tener en cuenta para los días que se avecinan. Al recurrir al bien amado snooze se activa la sirena interna; que hoy hay que ir al banco, hacer las compras, sacar el turno, vacunar al gato, lavar la ropa, llamar a fulano, verificar la reserva y tanto más porque el 13 está acá nomás y no llegás con los días para todo. El esfuerzo sublime de salir de la cama se lleva toda la energía primordial para las próximas 24hs, empiezo a trabajar y a las 10 salgo como refusilo para no olvidarme del banco y tratar de cubrir por lo menos las compras y las llamadas en el mismo viaje y tiempo.

Empiezo a cruzar la calle con tensión en los tobillos por el ritmo que me impongo, una voz me hace girar. Una viejecita con bastón detrás de mí dice algo. Me detengo y le pido que repita. No sé qué de cómo doblan los autos sin cuidado, y sigue hablando mientras me golpea dos veces la rodilla con su bastón sin querer. Cruzo la calle a su lado con su parsimonioso paso intentando descifrar si hay algo más allá de un comentario casual. Subimos al cordón opuesto y, aunque ella sigue hablando, le regalo una sonrisa de compromiso y un buen día y le pongo primera a mis pies. Antes de que termine la cuadra me freno y me giro por una milésima de segundo. ¿Y si necesitaba ayuda? Desestimo el pensamiento y vuelvo a mi carrera, pero la espina ya se ha hecho carne y empieza a girar. Que la pobre apenas podía sostenerse en pie, que quizás vivía por ahí cerca y no me costaba nada prestarle mi brazo un rato, que tal vez sólo quería tener alguien al lado para sentirse más segura hasta llegar a su casa, que soy una garca, que mis cosas son más obsesión compulsiva que verdaderas prioridades. Llego al banco angustiada y hago los trámites con la cara fruncida, me olvido de darle los buenos días al cajero por estar enredándome en mis pensamientos de la viejita. Salgo del lugar con un nuevo pasajero en la carreta, que el pobre cajero se tuvo que bancar mi cara de culo y monotono apático. La carga ya se siente pesada y la energía del descanso de la noche se sabe insuficiente. Y todavía quedan 14 horas por delante para seguir acumulando culpas, pequeñas, medianas, grandes y de todo color.


Siento culpa de vivir mis días de semana como una carrera contra reloj, recordando que la vida es otra cosa. Me instigo un momento de recapacitación, abro mi bolsita de experiencias y conceptos y empiezo a ordenar las ideas. Decido sentarme a escribirme esto mientras me aguijonea la culpa de estar postergando todas las urgencias que me arrancaron de la cama (y el trabajo). Estoy acostumbrada a esa sensación, pero eso no la hace menos insufrible.


Estoy harta de condenarme por cada cosa que hago o dejo de hacer, encarcelada y castigada por mi propia escala de ética y moral. Nadie me está apuntando un dedo por nada, sin embargo no dejo de sentirme observada, evaluada, juzgada. He mamado las lecciones de la culpa desde la cuna y, de todas las enseñanzas que me ha impartido la vida, ella siempre ha sido la madre superiora que vela todo aprendizaje. Casi podría sentir que es el útero mismo de la vida humana. Y sé que no es un caso personal ni aislado.

Qué es la culpa sino una forma de arrepentimiento, decepción y hasta desprecio por uno mismo. Y andamos con ese concepto en las espaldas en un afán de redención constante. No se puede vivir de esa manera, no es vida; es regurgitación de ansiedad y desesperación. Es claro que aprender a desprenderse de ella permitiría aspirar a una clase de plenitud o libertad, pero qué sería de una sociedad sin culpas, cómo aprenderíamos a elegir sin el golpe bajo que nos hace replantear nuestras acciones o actitud.

Una vez más vuelve esa palabra ominosa a mis elucubraciones: equilibrio. Hacer un balance entre no atosigarse por nimiedades, aprender a perdonarse y hacerse cargo de lo que tiene que quemar para dejar su impronta. Y entonces, quizás, sea más fácil. Sentirse más persona, más vivo y menos condenado para darse cuenta que la vida es mucho más fácil de lo que parece. Pero alcanzar ese equilibrio requiere de mucha sabiduría y hay que ver si tal cosa puede alcanzarse en los cortos años que preceden el lecho final. Después de todo no se puede ser sabio sin experiencia y la experiencia no es plena sin algo de culpa.


Voy a cambiar el turno del dermatólogo por una lobotomía.