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lunes, mayo 31, 2010

El largo adiós

Me estás soltando y no hay nada que pueda hacer al respecto. Te vas alejando de a poco, dejando que nuestros lazos se extingan como brasas que se van consumiendo. Puedo ver cada paso que va ensanchando el abismo que nos separa aunque no te muevas demasiado. Puedo entender cada tramo de esta larga despedida aunque no digas adiós.

Tengo ganas de gritar que te detengas, tengo ganas de avanzar la distancia que vas imponiendo. A veces tengo la ilusión de que no te has dado cuenta de lo que estás haciendo. Pero sello mis labios y observo inmóvil tu anestesiada partida porque sé que no es cierto. Sé que has elegido este destino a conciencia, analizando meticulosamente cada posibilidad, cada motivo, cada recuerdo. Y sé que cada uno de tus calculados pasos hacia atrás te cuestan tanto como a mí aceptar que te estoy perdiendo.

Quiero oponerme a tu elección, quiero levantar el velo que los dos indultamos y disuadirte. Quiero que creas, como yo, que no todo tiene que tener un fin y un sentido. Pero sé que tus razones no tienen puntos débiles porque yo también las he considerado. Sé que una parte mía está completamente de acuerdo en que dejarnos ir es lo más sano.

Pero hay una parte cobarde, una parte que le teme a los finales. Una parte irracional que niega las obviedades, que cuestiona la utilidad de un propósito. La parte que me ha estado clavando al suelo, la parte que ha inmovilizado mis manos cada vez que quise despedirme sin tregua en un arrebato. La parte que hoy me ruega que no te deje ir, que luche, que grite, que tire de tu mano, que no me rinda. Es una parte que jamás entenderías, que nunca escucharías y hasta burlarías porque no entra en la lógica, en la razón, en las estructuras que dominan tu mundo sin oposición ni fisuras.

No puedo oponerme ni apoyarte, así que sólo sigo acercando mis palabras con una sonrisa triste y resignada, como esperando llenar el espacio que vas dejando para que no hiera demasiado. Juego a la ignorancia y hablo de bueyes perdidos, evoco memorias inocentes o incito tus picardías. Dejo que mis dedos lloren en lo que no se escribe y me voy preparando para el día en que ya no llegue tu respuesta.

Estás saliendo de mí y no te detengo, asumo un final que, aunque duele, no sorprende. Nos estamos perdiendo para siempre y lo acepto... Tan sólo te ruego que permitas que quede una huella, un registro; que no ignores que no debe confundirse el adiós con el olvido.


miércoles, mayo 26, 2010

Hopeless

Algo está mal. Algún error de cálculo quizás, un giro erróneo tal vez. Pero sin dudas hay algo fuera de lugar. No debería estar aquí, o así. Debería haber salido ya. Escuchar las campanas de triunfo. Pero no es el silencio profundo lo que más me preocupa, sino la lejanía de la existencia que parece ir creciendo cada día.

Estaba ascendiendo, seguía el camino correcto. Lo sé porque ya lo he recorrido antes en repetidas ocasiones. Conozco la historia de memoria; descender a las profundidades a bucear lo extraviado, encontrarlo y escalar a la vida de nuevo. Estoy familiarizada con los caminos. Y, aunque no es tarea fácil eso de zambullirse en uno, entrar y salir siempre fue un proceso medianamente controlable y predecible. Nunca fue un paso por demás riesgoso en la empresa. La búsqueda en la oscuridad, el rescate: eso es lo realmente complicado. Pero el llegar e irse siempre fueron cuestiones más bien mecánicas. Hasta ahora.
Esta vez algo salió mal. No sé qué, cómo ni cuándo, pero sé que esto no es “arriba”, ni “afuera”… Es algo intermedio y decididamente extraño o, quizás, debiera decir nuevo.

Hice mi descenso “by the book”. Seguí los rituales y respeté los tiempos. Encontré lo que necesitaba y apunté hacia la luz, pero no llegué a tocarla. Y no tiene sentido. Debería haber funcionado, debería estar fuera; riendo, experimentando, viviendo, recuperando el tiempo perdido. Sin embargo, apenas observo, desde lejos, como a través de un cristal veteado, en desapego y amarga percepción. La vida y todo su sentido parecen estar escapando de mis manos. Es como si tirara de unas riendas que me ampollan las manos y ya no puedo sostener. Ascienden, con todo su fuego y fulgor, con su plenitud y sosiego, mientras el hielo trepa por mis pies, consumiéndome, anclándome a profundidades desconocidas. Blancas y frías, desprovistas, silenciosas y olvidadas. No se parecen en nada a mis infiernos ni otros mundos que he explorado. Y van ganando terreno.

Me estiro hacia arriba con todo mi empeño, pero la savia prometedora me sigue eludiendo, como me va abandonando todo el interés por su contenido. He perdido casi todas las cuerdas a las que creí que podía aferrarme y es poco lo que queda con cierta fuerza para seguir justificando la lucha. Incluso eso se está desluciendo y pronto no quedará nada. Nada que importe, nada que valga como para tener deseos de seguir esforzándome en el ascenso.

El hielo se extiende y aunque la voluntad de inacción y entrega duelen, no hay verdadera energía o deseo de combatirlo demasiado. Siento que pronto me entregaré a la sobriedad del sinsentido. Me dejaré congelar en este puente entre los mundos sin rumbo ni propósito. Preguntándome tan sólo, quizás, y por un tiempo, dónde estuvo la fisura, qué salió mal, por qué perdí el camino y terminé tan lejos de todo lo conocido, de todo lo que vale la pena; fueran sombras o sonrisas.


Y tal vez, luego, la nada. Y entonces… Quién sabe lo que haya aquí en la despersonalización del todo. Quién sabe si se pueden elegir caminos luego o, siquiera, si hay un después.

jueves, mayo 20, 2010

Irresistible

Blancas, flexibles y tersas, me llaman, me buscan, me incitan. Susurran con seducción irresistible a mis dientes que, ejerciendo todo el control posible, se limitan a acariciar la lujuria prometida. A recorrer sus bordes con abrasadora lentitud, midiendo meticulosamente los límites de la presión que pueden ejercer, rozando constantemente el riesgo de perderse en la pasión de arrebatarse. Y yo estoy a un solo paso de perder la cordura...

Hace más de un mes que dejé de morderme las uñas. Apenas la segunda vez que lo intento en 30 largos años. Y desde entonces siento que estoy sólo a minutos de volver a claudicar. Al principio fue medianamente soportable; el tiempo que me llevaba cubrir cada uña con la solución fortalecedora lograba tener mi voracidad a raya. E irlas viendo superar la punta del dedo milímetro a milímetro era motivador para soltar el latigazo a cada antojo de frustrar el proceso. Sin darme cuenta, empecé a fumar un poco más y darme premisos más frecuentes en la dieta. Y con eso, el instinto de arrancar calcificaciones de mis manos se mantenía respetablemente controlado. Pero la distracción pronto perdió efecto y la adicción volvió a imponerse con inclemencia. Empecé a aplicar esmalte de color sobre el fortalecedor y encontré una nueva vía de escape a la infame compulsión: retirar la pintura cual si fuera una capa de plasticola sobre el revés de la mano. Abrir un pequeño claro sobre la uña con el borde de las paletas superiores y tratar de despegar tiras completas de esmalte hasta dejar la uña limpia de nuevo. En ciertos casos este proceso de peeling era impracticable y me deleitaba en la fruición de hacer raspaje de esmalte con los dientes. Y así pasaban los días, pincelar esmalte en la mañana y eliminarlo por completo para la noche sin más elemento que mis propios dientes.

Pero pintarse las uñas todas las mañanas es agotador. Y ahora que están sanas y altas, ahora que los bordes superan por medio centímetro la línea amarilla, la tentación es prácticamente insoportable. Mis dedos se empeñan en acercarse a mi boca, mi colmillo inferior recorre la irresistible superficie interna de extremo a extremo imaginando perniciosamente la excitante posibilidad de dejarse llevar. Tan sólo detenerse en uno de los extremos, dejar descender el colmillo superior y ejercer - apenas - un poquito de presión hasta sentir el "plic" que anuncia el triunfante quiebre que llevará a la gloria absoluta. Y luego, luego sólo sostener con suavidad la punta de esa fisura entre los dos filos de las coronas, girar el dedo con un movimiento grácil y sutil y sentir la liberadora y elegante separación de ese fragmento en forma de media luna. Esa tira que se vería tan lograda y perfecta con su tamaño actual, ese desgarro que daría un golpe de adrenalina y alivio a mi mente, a mis uñas, a mis dientes...

Ah, si tan sólo dejara de resistir con tanto ahínco, sólo una vez, sólo un momento, solo una, sólo ésta que me llama a gritos. Pero no debo, no debo. Y me prendo otro pucho y busco alguna birome para morder pero no queda un sólo plástico vivo. Y siento sudor en mi nuca y miro hacia los costados furtivamente. Cierro los ojos, cierro los puños con fuerza y respiro hondo. Todavía no. Un día más, quizás dos. Todavía puedo resistirlo... Creo.



NdeA: Ya sé, estoy para el Moyano

Duelo

Reinicié. Encontré la punta del ovillo y lo voy deshilvanando. Tengo el horizonte brillando delante y la satisfacción de estar en camino. Pero aún me envuelve una sombra ciertas noches, cuando la voluntad y la esperanza no parecen ser suficientes para la sonrisa permanente. Cuando los logros y promesas no equilibran el peso de un ayer que aún se sostiene en un abismo que no termina de cerrarse. Un duelo que no puede apurarse, ni saltearse, ni ignorarse. Una lenta procesión de pasados que se esfuman sin suficientes justificaciones desde lo emotivo, donde lo racional no tiene lugar para dar batalla.

Laceran los recuerdos que se van borrando. Perforan los esfuerzos que no llegaron a puerto y se van disipando en la inmensidad. Los besos y abrazos que se abandonaron a desintegrarse en la nada. Las miradas que nunca volverán a compartirse y los “te quiero” que naufragan en un futuro que los desconoce por completo.

Cómo cuesta sonreír sin el peso de todo lo que se ha perdido. Mirar al presente sin pensar en el vacío latente de todo lo sacrificado por un mañana irrealizable. Aceptar que tanta devoción se evapore sin testigos ni ternuras que abriguen su pasión. Qué difícil es cerrar el libro de una historia incompleta, saber que no habrá nadie que vuelva a escribir en las páginas pendientes. Y que ese cuento que se urdió con tanto empeño se irá acomodando en un estante oculto para ser olvidado en el tiempo. Cómo apena asumir que el polvo se asentará donde hubo algarabía y que los años no son más que gajos que se van descontando de un destino cambiante. Que aquello que vivió con tal convicción en su momento, va callando para siempre sin mayor oposición. Que salvo por la agonizante voluntad de mi apegado corazón, no habrá quien lo recuerde.

Hiere que las memorias no inspiren maravillas. Desahucian los sueños, los proyectos, las esperanzas, las perseverancias que cierran sus ojos y se dejan morir sin héroes ni salvadores, sin salida ni la más mínima voluntad de ello. Tan solo reposan exangües, sin propósito, esperando las arenas que los cubrirán para siempre sin aferrarse a nada. Culminan sin resistencia, como si desconocieran por completo el significado de la continuidad.

Y esta vida que sigue, tan plena en posibilidades y nuevos sueños; tan colmada de comienzos aún no escritos que penden tan solo de la oportunidad del nuevo amanecer… No alcanza para atenuar la sensación de que es cruel y triste que el cambio y el olvido sean un común destino para todo lo que he amado y atesorado antes.

Bendigo lo nuevo, el renacimiento, las oportunidades y todo lo bueno que espera por delante; pero no puedo evitar afligirme, ciertas noches, por todo lo valioso que ha muerto en el tiempo.

miércoles, mayo 19, 2010

Bestia

El otro día hablaba, con una de esas personas que son una bendición en nuestras vidas, sobre las cosas crudas que se dicen sin pelos en la lengua. Esas cosas que son como sopapos, sacudones o baldazos de agua en nuestra complaciente rutina. Frases ásperas que no acostumbramos escuchar y que son esenciales para abrir los ojos, salirnos del círculo, hacer un clic importante en la mente entumecida. Ella lo veía como un defecto, yo lo veo como un don. Ella lo reconocía con culpa, yo lo festejo con agradecimiento. Es que es tan importante tener un poco de verdad sin contaminar en la vida, es tan imprescindible contar con la posibilidad de desenmascarar nuestras propias mentiras…

Uno se acostumbra a condenar los vómitos de sinceridad que recibe de terceros porque no siempre reflejan una verdad o porque nacen de intenciones poco inocentes. Porque no todos aceptan al otro tal como es y, por ende, no pueden verlo claramente. Porque en esa versión distorsionada de nuestra esencia vuelcan sus propias pretensiones y sus verdades terminan siendo un exabrupto de prepotencia que no hace otra cosa que sembrar duda y cizaña. Pero si se tiene la fortuna de contar con un amigo que te lee cual radiografía sin intención de pintar sus sueños sobre ella; alguien que tiene la generosidad de tomarte tal cual seas por extraño, complicado o absurdo que parezcas; se verá una enorme diferencia entre su productiva frontalidad descarnada de aquella gratuita e hiriente. Es que ese amigo invaluable pujará siempre por defender la pureza de tu núcleo, aún a costa de su propio sufrimiento al zarandearte.


Ella se juzga una bestia, yo digo que las bestias son nobles y que sus animaladas son la mejor herramienta que puedo tener para seguir avanzando, seguir mejorando y no perderme. Que sus mordidas son la mejor guía para recordarme de qué estoy hecha. Porque las bestias son de esas que no dirán lo que uno quiere escuchar en condescendencia, ni aprobarán tus decisiones inseguras para quedar bien. Son las que se arriesgarán a tu furia negligente opinando sinceramente desde la verdad inalterada que han conocido en tus entrañas, dando el cachetazo certero al autoengaño al que uno suele someterse.

Por eso, brindo por la bestia que se oculta en el corazón honesto y bien intencionado de los afectos irremplazables, por las frases "sin asco" que nos despiertan y nos mueven. Contra sus reparos, las aliento a que nunca dejen de animarse a ser un poco duras y consuelen la pena que queda después de soltar su barbarie sabiendo que esa herida es lo más valioso que nos podrían haber dado. Porque sin ellos, se perdería la esperanza de crecer y superarnos y la oportunidad de reencontrarnos cada vez que nos perdemos demasiado.

domingo, mayo 09, 2010

Given to Fly

Entre los despojos de ideas erróneas, sumergido bajo los densos conceptos comprados. Encadenado a las cesiones que no debieron hacerse, olvidado por los sacrificios ignorantes; aun con brillo, aun con fuerza y voluntad, asoma el espíritu negado, su identidad censurada, la esencia desplazada. Suspira débilmente pero aún vivo. Y sólo en la calma que sigue al estruendo de la destrucción encuentra finalmente el camino para volver a llegar a la conciencia, para ser notado, encontrado, recordado una vez más, después de tanto tiempo.

Con la delicadeza que se sostiene a una vida recién nacida y el cuidado ante la ignorancia del riesgo existente, con la parsimonia de quien empieza de cero en un mundo de expertos, lo voy sacando de las profundidades. Empiezo a acercarlo a la vida, para que vuelva a aspirar los aromas de la oportunidad, para que el sol cure su abatida energía.

Con culpa y paciencia, con amor y vergüenza, con ternura y esperanza, abrigo su orgullo magullado, alimento sus ilusiones cercenadas y acaricio sus golpeadas convicciones. Le abro la puerta del centro de control de nuevo y lo siento al mando, porque aunque impulsivo e inconsciente, complicado y testarudo, caprichoso y volátil; es honesto e íntegro, es frontal y generoso, apasionado y fuerte. Es inteligente y acertado, sabio y valiente, real, verdadero y de fidelidad inquebrantable.

No pide compensaciones ni recrimina el injusto destierro, no me apunta un dedo ni sermonea mis lágrimas. No me condena ni me critica, no me juzga, pero tampoco me consuela. Sólo toma las riendas en silencio, ocupa su lugar y sin dilación comienza su tarea de reconstrucción de todo lo que he destrozado. Con habilidad, con certeza, con experiencia y soltura. Sabe lo que hace, siempre lo ha sabido, y con la libertad de la caída empieza a recorrer el camino correcto de ascenso.

jueves, mayo 06, 2010

Averno

En la oscuridad tomo un recodo hacia la derecha. Ya no necesito de mis ojos para orientarme, ni hace falta que mis manos se deslicen por los muros húmedos y pestilentes. Me he acostumbrado a la penumbra cerrada de mis contradicciones, a la espesa bruma de mis expectativas confundidas. También he prescindido de mis desprevenidos guías, los ejecuté una vez hube penetrado los círculos más inaccesibles, cuando se transformaron en meras sombras frente a los verdaderos terrores que me habitan. He ganado más batallas de las que esperaba librar en este tiempo y eso me alienta a seguir camino, hacia la derecha, donde el aire se torna rancio y huele a ponzoña. Antes de que supere una decena de pasos en la dirección elegida una cicatriz se aja al instante y mana la tibieza carmín de recuerdos sepultados. Me sonrío con languidez; ya sé lo que me espera al final de este túnel en particular.

Por primera vez, desde el comienzo de mi travesía, me detengo y vacilo. Acaso no esté lista aún para esta batalla inmemorial. Tal vez aún existan oponentes más fáciles de vencer en alguna de las bifurcaciones que fui dejando atrás. Indudablemente todavía hay mucho infierno por recorrer y círculos más profundos a los que parece no haber acceso. Sería imprudente arriesgar el fracaso tan pronto.

Mientras me giro para volver, percibo un bulto por el rabillo del ojo. Más negro aún que la oscuridad circundante aunque lo creyera imposible. Una risa débil y cascada se abre camino en el silencio. Se encienden dos puntos grises que flotan difusos en la figura encorvada; unos ojos desteñidos que se clavan en mi pecho y agrandan la herida como si tuvieran la habilidad de perforar. “Qué inocencia. Querer abarcar un mundo en un solo viaje” La voz carrasposa y deslucida denota una edad incalculable, su tono es burlón pero abriga cierto grado de nobleza que no esperaba encontrar en estas profundidades. El silencio vuelve a cerrarse en torno nuestro mientras nos observamos sin vernos, aunque sé que ella no necesita de sus ojos para verme. Creo reconocer su identidad pero prefiero no preguntar.
Los contornos de la figura empiezan a confundirse en la oscuridad y me doy cuenta que la negrura está cediendo. Un brillo tenue se adivina al final del sombrío pasadizo. Apenas una esfera pequeña de luminiscencia mortecina que va extendiéndose lentamente, como si el final del pasillo se estuviera acercando a mí. La silueta empieza a desvanecerse y vuelvo a vacilar, pero ya es tarde para volver atrás. La oscuridad está retrocediendo. “Haz lo que has venido a hacer. Para ganar no hace falta vencer”, las palabras de la anciana, esta vez serias y firmes, se expanden en un susurro cuando lo último de su forma se dispersa en la nada. El resplandor aumenta y ciega mis ojos por un momento, me rodea un fulgor intenso pero puedo identificar que hay alguien delante de mí. Mis piernas se debilitan, definitivamente no estoy lista aún para este encuentro.

Veo su rostro, difuso mientras mis ojos se acostumbran a la luz, pero su inocencia es tan nítida que abruma. Me sonríe con dulzura y estira una mano cálida y gentil. Mi alma se contrae y caigo de rodillas, sé que mi pecho se romperá en breve soltando una marejada que me ahogará con increíble facilidad. Ya no puedo pensar en batallas ni conquistas, no puedo dañarlo, ni siquiera puedo pretender que quiero intentarlo. Lo observo suplicante, acobardada, debilitada; y su sonrisa se vuelve más brillante, más insoportable. Me sofoca la ingenuidad que lo libera de culpas, el daño hecho sin conciencia ni voluntad, tantos años de exilio del cuerpo que mi corazón ha soportado sin poder defenderse ni suplicar. Sin querellantes ni acusados, sin causa y sin justicia. Tan solo la condena, engendrada por su misma esencia, irrevocable en su desvinculación de toda arista argumentable.

El suelo comienza a ceder bajo mis piernas, se vuelve blando y viscoso y comienza a engullirme. Una ciénaga espesa que acaricia terroríficamente mi piel con la promesa de la perdición. Intento liberarme, hacerme a un lado; salvarme, pero mis músculos no responden. Estiro una mano hacia él, mis ojos empañados en zozobra, mi boca dibujando un ruego sin sonidos. No puedo sucumbir en estas profundidades, no después de tanto esfuerzo. Él toma mi mano, pero no tira de ella. Se arrodilla junto a mí manteniendo su sonrisa y besa mi frente con ternura. “Es hora” susurra con aquiescencia y se queda inmóvil, sosteniendo mi mano, mirando mi naufragio. Veo en sus ojos un destello de liberación antes de que el fangoso suelo termine de tragarme. Las tinieblas me envuelven con espesura, arrastrándome a lo más hondo, donde sólo existe la lobreguez absoluta; la ruina que con tanto empeño venía evitando.

En medio del insoportable frío e insondable silencio lloro mi arrebato. Creerme capaz de vencer a un fantasma tan antiguo y colosal sólo por estar más vieja. Como si los años fueran garantía alguna de superación. Como si un cuerpo más alto y robusto hiciera alguna diferencia contra un espectro emocional. Sin una salida, sin metas ni sentido ya, me doy por vencida al fin, después de tanto tiempo. Pero antes de entregarme a la nada percibo un débil vestigio de vida en este abismo, una entidad cálida y pura que se aferra débilmente a la existencia y se siente extremadamente familiar. Desterrada a este recóndito espacio inhóspito me ha estado esperando por años; la esencia de todo lo que buscaba.