Pages

martes, julio 10, 2007

Aquellas Simples Cosas (bis)

Martes, 14.22hs, le doy un último sorbo a la sopa que me sacude los resabios rezagados de frío que me dejaron los 5.5 grados que hace afuera. Aquí dentro, frente a este monitor y rodeada de mis bien despreciados pendientes, la temperatura externa es inexistente. Mi espalda se apoya sobre el cuello de polar, que yace sobre los hombros de la campera, que hacen de esta silla un monumento al abrigo. Hace unos momentos volví de mi típica escapada a la calle para disfrutar de ese puchito que me ayuda a soportar esta rutina un poco más. Voy midiendo el día por bloques de dos horas, voy estableciendo mis límites por cigarrillo que se consume entre mis dedos. Es la forma más tolerable que he logrado discernir. No pienso en el tiempo que falta hasta las 18hs, ni pienso en los días que faltan hasta el fin de semana, sólo pienso en mi próxima bajada a fumar mis queridos y nocivos puchos. En sólo 2 hs, no es tan grave.

Hace frío abajo, ese frío que suelo denominar como "frío puto", que no es lo mismo que un frío común. El frío puto es el frío porteño, ese tan húmedo que te cala los huesos sin importar cuánto abrigo te pongas. Pero por más puto que sea, siempre me gusta más que el sofocante calor del verano. Aunque debo reconocer, que así como en verano me deshago por una pileta, lo que más me gusta(ría) del invierno es la calidez/magia/serenidad/melodía de una chimenea - que no tengo, claro está. Así pues, este martes se aletarga sobre la ciudad con un frío puto, que responde obediente al pronóstico meteorológico de la semana pasaba que auguraba - con un tono amarillista - "Ola de frío Polar en Buenos Aires". "Frío Polar... ¿No será mucho?", pensamos varios el viernes. Me asomo a la ventana a espiar el cielo, como para cerciorarme; sí, cielo celeste con algunos jirones blancos que se esparcen desordenados por su extensión. Hace unos minutos, cuando bajé a la calle, el sol incluso se animó a darse una vueltita con algo de tibieza para los que tiritábamos ahí abajo. "¿Lo de ayer fue real?" Cuesta creerlo, costó creerlo ayer, mientras ocurría, y cuesta creerlo hoy, en este día de invierno tan "normal". Y cuanto más extraño parece, más se me antoja un hecho intencionado y calculado. Un mimo, una cosa simple que puede despabilarte, sacudirte, o - al menos - acariciarte... Una caricia, sí, que muchos argentinos necesitábamos.

Despotriqué un poco al levantarme ayer, codiciado feriado, a las 10 de la mañana. Con lo que ando necesitando todas las horas de sueño posible, y el desánimo frondoso que me da este maldito estrés, ir a almorzar a provincia con mi mamá no era la motivación más indicada para sacarme de la cama (tan mullida, tan calentita, tan cama). Pero hacía rato que no la veía y me esperaba una humeante carbonada. Los chifletes que se filtraban por todos los costados del tren y los tumultuosos sacudones que me desbarataron todos los huesos, cumplieron su pintoresca introducción al día, y cuando tratábamos de ubicarnos entre calles completamente desconocidas (después de varias vueltas) comenzó a chispear tímidamente. Beso va, beso viene, charlas aleatorias en la cocina y el comedor, mi hermano aquí, mi novio allá, mamá que iba de un lado a otro (no para, nunca para, culo inquieto que le dicen). Y casi a punto de sentarnos a comer, alguien exclama "¿Está nevando!?". Pffff, qué va a nevar! En Buenos Aires! Nos asomamos a la ventana entre risas. La llovizna sin dudas parecía más liviana de lo normal, pero nevar? ¡Disparates!. Abrimos la puerta de calle y verificamos lo que sospechábamos, agua nieve, nada más (con el frío que hacía no era de extrañar). Mientras almorzábamos discurrimos de los "pajueranos" que hacía unas semanas habían dicho que había nevado aquí o allá. "Estos ven un poquito de escarcha y ya gritan "nieve, nieve!" nos reíamos todos (con poca autoridad, debo reconocer, tanto mamá como yo jamás vimos nevar y yo vi nieve ya estacionada apenas dos veces en mi vida creo). Comimos rico y ameno, con un clima familiar que hacía tiempo no disfrutaba. No faltaron chanzas que dieran a la panza un buen ejercicio, ni un repaso por días perdidos en la historia. Pero fue mientras disfrutábamos del café que le sigue a una buena comida, que el día coronó su plenitud (o la frutilla de la torta, hablando en criollo). Por sobre el hombro de mamá, a través de la ventana que daba al patio, pude ver que el agua nieve había mutado. Como que tenía más volumen y caía un poco más lento. Me colgué mirando un rato con atención, pero no indagué mucho más. Mamá captó mi mirada, y ella sí se levantó a mirar con atención. De un momento a otro, sorprendida, saltó de la silla a la puerta de calle, la abrió de par en par, y un segundo después escuchamos su llamado asombrado y ansioso: "Está nevando!". Cruzamos una mirada con los chicos - "la vieja está loca" - pero fuimos a la puerta sin demora. No fueron los copos lo primero que ví, ni me demoré en una dilucidación de hasta dónde era agua nieve y hasta dónde era nieve en serio, no hacía falta. Lo primero que ví fue el pasto cubierto de una fina capa de reluciente blanco, los pinitos de la reja decorados cual si fuera una navidad de película, y entonces sí, un montoncito de hielo molido que había caído sobre el polar de mi hermano. Extendí mi campo visual, y mientras absorbía la imagen de una calle blanqueada, pude admirar los mil y un copitos blancos que caían suavemente, armoniosamente, como bailando, como jugando. Nunca había visto nevar, y mientras toda mi vida creí que lo que más me gustaba era escuchar y ver caer la lluvia, me tuve que replantear el favoritismo ante este espectáculo, que más allá de su hermosura traía consigo la sorpresa y lo inconcebible, la novedad. Los vecinos empezaron a salir, y los comentarios incrédulos venían de todas las direcciones. Algunos, como yo, extendieron los brazos, tiraron sus cabezas hacia atrás y abrieron sus bocas. Cuando volví a mirar mi entorno, me sorprendió el panorama, y esta vez no era la nieve, era la gente. Todos sonreían, sin ceños fruncidos, ni comisuras torcidas, ni miradas esquivas, sonrisas de las de verdad. Sonrisas, algo que es tan difícil ver en la rutina últimamente, algo que este país necesita en demasía.

En la televisión mostraban que la ciudad también estaba gozando del espectáculo tan poco común, y la gente saltaba frente a las cámaras, aplaudía y bailaba. Por un momento parecía ridículo, tanta alharaca por un poco de hielo, pero después lo pensé un poco más y miré a toda esa gente que está necesitando que alguien les encienda la esperanza, toda esa gente - todos nosotros - que esperamos un cambio, que estamos desgastados y se nos acotan las energías al soñar. Ese hielo, esta nevada en plena ciudad, luego de más de noventa años sin otro evento igual, luego de los últimos inviernos que no bajaban de 15 grados de temperatura, era una ventana a otra realidad. Una tregua de esperanzas, sueños, alegría y sonrisas que permiten siempre los absurdos, los inesperados; un mimo sencillo que los argentinos bendecimos por lo novedoso, fresco y relajante. Una anécdota dulce que nos acompaña aún hoy que todo ha vuelto a la normalidad.

Por mi parte, yo tiré (y recibí) unas cuantas bolas de nieve - chiquititas, pero bolas de nieve al fin - y me llené los ojos de belleza y fantasía en esa calle provincial que quedó completamente cubierta. Pasto blanco, árboles blancos, techos blancos, autos con el capó, techos y parabrisas totalmente cubiertos, y más copitos que caían sin cesar. No estaba en Buenos Aires, no era un día de semana, no me preocupaba el día laboral que me esperaba al día siguiente. Estaba de vacaciones en Bariloche, gratis y express, estaba descansada y libre de presiones y términos modernos como Burn Out. Estaba... simplemente estaba, sin tiempo, sin espacio, sin maquinaciones. Simple, como la nieve.