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martes, octubre 16, 2007

Vos podés...

Las situaciones límite son interesantes, sirven para reconocer un montón de cosas que en la rutina se pierden, cosas que quedan tapadas por un montón de ideas, costumbres, prejuicios, conceptos y supuestos. ¿Cuántas veces hemos respondido a una pregunta de qué nos llevaríamos a una isla desierta o qué salvaríamos de un incendio? ¿Cuántas veces hemos elucubrado lo haríamos en tal o cual situación?. Siempre pensé que yo sería la víctima número uno de cualquier cosa, incluso bromeo a veces, de que si hubiera una invasión zombie, sería la primera masticada. Es que por cositas pequeñas que he experimentado, gracias a mis lentos procesos de decisión (más bien vistos como indecisión), siempre me quedaba en el medio, paralizada o haciendo lo más estúpido (como tomar por el hombro a un amigo que boludamente se hacía el electrocutado). En fin, siempre creí que sería la más inútil, la histérica que complica todo. Hasta que el límite llegó y me di cuenta que existe una realidad que uno vive día a día, y existe otra realidad que se abre en el momento de necesidad y se vuelve a cerrar cuando todo pasa.

Ayer escuchamos unos cuantos gritos mientras mirábamos una película, cosa que suele ser común en un departamento que da sobre una avenida transitada. Los ignoramos al principio, hasta que se sumaron sirenas de todo tipo y se nos ocurrió mirar por la ventana. Gente, ambulancias, todos mirando hacia una entrada invisible desde nuestro mirador. Cuando abrimos la puerta de entrada nos encontramos con una pared negra con un perforante olor a caucho quemado. "Se quema el edificio". Y en ese instante entre fugaz y eterno en que creí que quedaría paralizada, cambió la realidad, cambió la conciencia y los conceptos, cambió mi identidad o más bien desapareció todo. Todas las nebulosas que gustan de atosigar mi mente con las dualidades más filosóficamente inútiles se desvanecieron para dictarme instrucciones claras y concisas, sin una sola duda, sin analizar las dos caras de la moneda, sin una sola interferencia. "Agarrá al gato, la cartera tiene algo de plata y los documentos, tapate la cara con la remera". Y sin pensarlo dos veces, cargada con lo justo y necesario, me interné en la negra e intoxicante barrera. Jamás creí que pudiera ser así, tan denso, tan oscuro, tan impenetrable. No habría más de 100 metros por recorrer, pero a medio camino ya no ingresaba aire a los pulmones, sólo sentía una pasta agria y caliente pegándose a mi nariz y tráquea y mis ojos ciegos ardían como el infierno. Y esa densidad asfixiante se volvía más caliente, y mi claridad mental cedió un momento. "¿Y si estoy caminando hacia el fuego mismo? ¿Y si gasto mis últimas gotas de aire en acercarme más a un punto sin salida? ¿Será mejor volver?" Volver hacia dónde seria la pregunta, porque en el vacío negro ya no había direcciones, pero donde fuera que apuntara, donde fuera que iba, tenía que seguir hacia adelante. Y volvió la claridad, y me tomé de la pared y tanteé los escalones con la mayor velocidad que el cuidado me permitiera. Unos escalones más adelante, el humo disminuyó sus resistencia, y la decisión probó ser buena. Todas las horas que esperamos en la calle se mantuvieron en esa realidad esencial, básica, en que la mente sólo procesa las mecánicas caricias al gato para mantenerlo calmo, las llamadas a los familiares para avisar que todo está bien, la visita a la ambulancia para recibir oxígeno y la espera. Y recién al volver a un departamento intacto, al cerrar la puerta y regresar a la rutina, la realidad vuelve a cambiar, a hacerme débil e ingenua. Y me hace quebrarme al instante, como si la vida se me hubiera escapado. Qué estúpido, pienso, tener esas dos caras. Qué estúpido quebrarme tan fácil cuando todo está en calma, pensar que no fue nada mientras mi lado claustrofóbico se empeña en recordarme la asfixia. Qué estúpido creernos tan conocedores de nuestros dotes, de nuestras entrañas, cuando cada nueva puerta nos revela una identidad alterna, que nada tiene que ver con las formas que alimentamos afanosamente día a día para convencernos de lo que valemos, lo que queremos y lo que esperamos. Y qué fascinante ese instinto de supervivencia, que nos despoja de nuestra humanidad con tanto tino para que podamos valernos de nuestra materia bruta sin interferencias, sin debilidades; sin esa vocecita de la conciencia que podría haberte sugerido que no ibas a poder.

viernes, agosto 17, 2007

El beso inarticulado

¿Saludar o no saludar? Esa es la cuestión.

Serían las 5 de la tarde, bajé a fumar mi último pucho laboral del día, ese que tiene un gustito especial porque se consume con la alegre idea de que falta muy poco para volver a casa. A los pocos segundos de haber encendido mi dañino placer, una compañera – que se sienta a un box de distancia – traspuso la puerta y se acercó a mí. En el instante que tardó en cubrir la distancia que nos separaba, la vi aproximarse de más; cabeza por delante del cuerpo, semi ladeada. Aunque ya la había saludado en la mañana – y había pasado todo el día a escasos centímetros de ella – hice mi parte y ladeé mi cabeza para responder al beso. No era extraño después de todo, yo misma saludo más de una vez a mucha gente por estar muy quemada y ni siquiera registrar los cientos de rostros que me cruzo en el día. Sin que fuera necesario que yo dijera nada, inmediatamente se dio cuenta del furcio y resopló.
- En cualquier momento te empieza a salir humito – dije con tono comprensivo (sí, así de original soy en mis charlas pucheriles laborales. Después me despacharé con las huevadas que se dicen del clima y otras yerbas en el chit chat empresarial)
- Ay, ya ni sé lo que pienso. Vos, boluda, avisá, en vez de saludarme también
- Es que si no después te toman de ortiva. Ya el otro día Lore me sacó cagando cuando acoté un “ya me saludaste” al momento que su cara tocaba la mía. Ahora aprendí la lección – argumenté a la vez que expiraba una bocanada de humo
- Pero si no tiene nada que ver!! Yo odio a la gente que te chanta la cara mientras estás hablando con alguien. Tipo, pará, no ves que interrumpís?

Y así comenzó el debate saludil. Que los que te daban un cabezazo, los que se comían tus anteojos, los que te dejan pagando, los que no tenés la más pálida idea de quien son, los que te besan con el cachete, etc, etc, etc. Y me quedé con ganas de seguir hablando de mis saludos inarticulados. Así que pensé hacer un pequeño compendio aquí, donde puedo hablar todo lo que quiera y no hay horario que me corra, ni riesgos de aburrir a nadie contra su voluntad.

Empecemos por establecer que no habría problema alguno con el saludo si no estuviera el beso metido en el medio (será que los yankees en vez de ser fríos son más vivos). Y para que no crean que soy insensible, voy a iniciar mi análisis con los saludos por compromiso:

1) El saludo mañanero: Aquí se agrupan la planta baja y tu piso laboral. Al llegar nomás, mientras uno espera el ascensor (que nuuuuunca está cerca) se va llenando de gente el Hall, y uno conoce al 60% maso. “Buen día” por aquí, "que hacés" por allá, “qué cara!” mas acá, y muack, muack, muack. Un beso por cara cada conocida. Luego, al llegar a tu piso (chau o adiós son el típico al salir del ascensor para despedir a los que siguen para arriba – pero sin beso esta vez, por suerte) y ya te cruzás con los tres sectores y sus 60 personas que te acompañan en el piso pero apenas conocés de cara y nombre. Y otra vez a desear buenos días y repartir besos.

2) El saludo ascensoril: Este es el punto más problemático para mí. Uno ingresa al ascensor para ir a la planta baja. Casi siempre viene cargado de gente. Hay seis personas adentro, conocés a 5. ¿Qué hacés? He intentando emitir un simple “bueeeenas” general y quedarme en el molde, pero ya el que está a tu izquierda se inclina a darte el beso. Le respondés, y, obviamente, vas a tener que darle un beso a todos los demás conocidos que te miran con ojos de huevo frito en el cuadradito de 2*2. Y mientras cachete tras cachete vas dejando tu impronta, no podés ver otra cosa que esa carucha desconocida y fruncida que no te define si tampoco está muy segura de qué hacer con vos, o si está rogando por dentro que lo evites, o si está pensando “más vale que me salude también, sea quien sea”.

3) El saludo inoportuno: éste aplica al natural y al comprometido. Es ése que le molesta a mi compañera. Ese que fuerzan en un momento en que no estás para saludar. Te lo pueden chantar mientras estás discutiendo acaloradamente por teléfono, o mientras le estás contando las posiciones del kamasutra que practicaste el domingo a una amiga. Y si los baños no tuvieran puertas, seguro estaría el que te manda el beso mientras estás en lo tuyo.

4) El saludo doble (o triple, o más – depende del grado de quemadura y la cantidad de veces que ves a la persona): Como ya he dicho, soy víctima personal del caso. Cuando sos el emisor de cuarenta saludos a la misma persona, por experiencia sé que es por estar quemado y no registrar, pero el recipiente se lo puede tomar a mal. No lo registraste cuando te saludó por primera vez. Horror!!! Sos un garca. Al menos, lo sos para esa persona. Cuando sos el receptor, ya comprobé que avisar puede ser tomado a mal, así que, en el fondo se zafa saludando siempre, no importa cuántas veces (aunque uno ya tenga los labios gastados)

5) El saludo general: el más práctico, pero el más juzgado también. Si saludas con un buen día general y no besás a nadie en particular (o sólo a tu compañero de escritorio) sos un amargo. Así de simple. A veces te lo dicen de frente, a veces lo murmuran por atrás. No recomendable, a menos que trabajes en un lugar donde todos lo practican.

Salvo el punto 5, todas estas situaciones siempre dan lugar al saludo inarticulado. Ese que se queda entre saludo y amague, entre beso y piña, entre cachete y boca.

a) El saludo que se te atraganta: Las milésimas de segundo que lleva saludar pueden tardar una eternidad en tu cabeza. Mirás a la persona, la conocés, pero no demasiado. ¿La saludo o no? Sea porque te arriesgás, o porque te pareció que te iban a saludar, o lo que sea, te inclinás a saludar. Te quedás un fugaz instante en una posición estúpida y volvés a tu lugar entre humillado y enfurecido por la estoica mala educación de la rigidez del otro (que por ahí, otro día, con otra gente alrededor, te saluda con una simpatía que le patearías el culo)

b) El saludo hamaca: A veces el amague se vuelven un vaivén autista. Te inclinaste, y como el otro ni mosqueó, volvés hacia atrás. Entonces el otro reacciona y se acerca a dar el beso cuando vos te estás volviendo. Entonces el otro se vuelve, y vos volvés a amagar, y así hasta que las dos mentes logran coordinar el intento fallido, para dar a luz un saludo de mierda: comprometido, incómodo, humillante y al pedo.

c) El saludo golpeador: Es el que me hace preguntarme si la gente te odia o no se da cuenta. Normalmente se da cuando vos estás sentado en tu escritorio y te lo chantan. No es un beso, es un cachetazo sin mano. Te dan un voleo con la mandíbula que deja a tus neuronas rebotando como un pinball y a tu puño cerrado con ganas de bajarle los dientes.

d) El saludo dolorido: Es parecido al golpeador, pero es involuntario. Por un lado está el beso medusa, típico de un lugar con alfombra. Siempre que ando medio lúcida trato de tocar algo de madera antes del contacto (¡cómo me complico la vida!), pero mi lucidez anda en caída. Y luego está el beso accesorio que empecé a experimentar desde que uso anteojos. Ambos saludantes se clavan el marco de los lentes y vos te quedás con tu visión descuajeringada. He intentado sacármelos antes de pasar la molesta experiencia, pero como casi siempre son saludos chantados, esto puede ser catastrófico. Ahora apunto a ubicar mi cabeza de manera que el área de mis ojos quede lejos del contacto. Más allá de las contracturas que tengo, eso a veces lleva a la siguiente clase

e) El saludo incómodo: El “riesgo” del pico, que también podría llamarse saludo “hamaca 2” en ciertas ocasiones. Que esquivar, que los comentarios chabacanos que le siguen, que esto o lo otro, siempre es incómodo y fastidioso.

En resumen, las convenciones sociales son una suma de complicaciones en muchos casos. Yo, particularmente, preferiría reservar los besos para los seres queridos y nada más. Pero, como no está establecido, te puede traer rótulos desagradables (que aunque para mí sea ilógico, te pueden complicar tu trabajo). Y si se estableciera, vendría el problema de la evidencia de a quien querés y a quien no. Y hay taaaaaaanta gente sensible o querendona (de esas que hablaron tres palabras con vos y ya se creen tus mejores amigos) que habría una nueva problemática a encarar. No hay mucha más opción que seguir la corriente y acostumbrarse a los furcios, o volverse besuquero como los demás. Corto acá, porque voy armar una pancarta para mi próxima manifestación individual: “¡Vivan las pymes y los trabajos independientes! ¡Mierda, carajo!”

jueves, agosto 16, 2007

Longing

Cuando volvía en colectivo del trabajo, entre el cóctel de sonidos que vengo llevando últimamente en mi mp3, saltó este tema que adoro, pero hacía mucho que no escuchaba. Lo puse a todo volumen mientras dejaba que mi mirada se perdiera por las calles atiborradas, y llegué a casa con una sonrisa.


Longing (Helloween)
Feelings come and go - I've never known,
Something longs to grow - won't let go.
Spirits around my head - are whispering,
I turn inside instead - of wandering.

Deep inside of me - I know there's got to be,
A different kind of truth - that sets the spirit free.
If I don't wanna know - what's written inside me,
How could I see anything - how could I be anything ?

Restless minds have searched - long before,
The truth will be same - for evermore.
The mightiness of trees - that you can feel,
Can give you all you need - just listen still.

Here is love and there is pain.
It's all around, it's all the same,
There's nothing new that I cuold tell to you.
But still there is the universe inside of us that never bursts,
We might not know the meaning yet, but I am sure we can't reject
The truth that is in everything - that is and has been and will be.

There is a long way to go - there is a high place to know,
There is a world to go through - but there's so much more to do
Until we're home !

Deep inside of me - I know there's got to be,
A different kind of truth - that sets the spirit free.
If I don't wanna know - what's written inside me,
How could I see anything - how could I be anything ?
Feelings come and go - I've never known...


Estuve buscando por Internet a ver si encontraba algo para apreciar la música. Por ahora no encontré nada respetable, pero si alguien lo quiere buscar, vale la pena escucharlo.

Y por si acaso, dejo una traducción:

Sentimientos que vienen y van que nunca había conocido.
Algo ansía crecer y no se rendirá.
Hay espíritus rondando mi cabeza que estan susurrando.
Me vuelvo hacia adentro en vez de extraviarme.

Muy dentro mio sé que tiene que existir
un tipo diferente de verdad que libere a mi espíritu.
Si no quiero saber lo que está escrito en mi interior,
¿cómo podría ver algo, cómo podría ser algo?

Las mentes inquietas han buscado mucho antes.
La verdad será siempre la misma.
La grandeza que puedes sentir en los árboles
puede darte todo lo que necesitas, sólo escucha detenidamente.

Aqui está el amor y también hay dolor,
está todo alrededor, es todo lo mismo,
no hay nada nuevo que pueda decirte.
Pero aun existe el universo que reside dentro nuestro y nunca estalla.
Puede que no sepamos el significado aun, pero estoy seguro que no podemos rechazar
la verdad que hay en todo lo que es, lo que ha sido y lo que será.

Hay mucho camino por recorrer, hay una cúspide que conocer,
hay un mundo para atravezar, pero hay tanto más que hacer
antes de que lleguemos al hogar

Muy dentro mio sé que debe haber
un tipo de verdad diferente que libere mi espíritu.
Si no quiero saber lo que está escrito en mi interior,
¿cómo podría ver algo, como podría ser algo?
Sentimientos que vienen y van que nunca había conocido...

martes, julio 10, 2007

Aquellas Simples Cosas (bis)

Martes, 14.22hs, le doy un último sorbo a la sopa que me sacude los resabios rezagados de frío que me dejaron los 5.5 grados que hace afuera. Aquí dentro, frente a este monitor y rodeada de mis bien despreciados pendientes, la temperatura externa es inexistente. Mi espalda se apoya sobre el cuello de polar, que yace sobre los hombros de la campera, que hacen de esta silla un monumento al abrigo. Hace unos momentos volví de mi típica escapada a la calle para disfrutar de ese puchito que me ayuda a soportar esta rutina un poco más. Voy midiendo el día por bloques de dos horas, voy estableciendo mis límites por cigarrillo que se consume entre mis dedos. Es la forma más tolerable que he logrado discernir. No pienso en el tiempo que falta hasta las 18hs, ni pienso en los días que faltan hasta el fin de semana, sólo pienso en mi próxima bajada a fumar mis queridos y nocivos puchos. En sólo 2 hs, no es tan grave.

Hace frío abajo, ese frío que suelo denominar como "frío puto", que no es lo mismo que un frío común. El frío puto es el frío porteño, ese tan húmedo que te cala los huesos sin importar cuánto abrigo te pongas. Pero por más puto que sea, siempre me gusta más que el sofocante calor del verano. Aunque debo reconocer, que así como en verano me deshago por una pileta, lo que más me gusta(ría) del invierno es la calidez/magia/serenidad/melodía de una chimenea - que no tengo, claro está. Así pues, este martes se aletarga sobre la ciudad con un frío puto, que responde obediente al pronóstico meteorológico de la semana pasaba que auguraba - con un tono amarillista - "Ola de frío Polar en Buenos Aires". "Frío Polar... ¿No será mucho?", pensamos varios el viernes. Me asomo a la ventana a espiar el cielo, como para cerciorarme; sí, cielo celeste con algunos jirones blancos que se esparcen desordenados por su extensión. Hace unos minutos, cuando bajé a la calle, el sol incluso se animó a darse una vueltita con algo de tibieza para los que tiritábamos ahí abajo. "¿Lo de ayer fue real?" Cuesta creerlo, costó creerlo ayer, mientras ocurría, y cuesta creerlo hoy, en este día de invierno tan "normal". Y cuanto más extraño parece, más se me antoja un hecho intencionado y calculado. Un mimo, una cosa simple que puede despabilarte, sacudirte, o - al menos - acariciarte... Una caricia, sí, que muchos argentinos necesitábamos.

Despotriqué un poco al levantarme ayer, codiciado feriado, a las 10 de la mañana. Con lo que ando necesitando todas las horas de sueño posible, y el desánimo frondoso que me da este maldito estrés, ir a almorzar a provincia con mi mamá no era la motivación más indicada para sacarme de la cama (tan mullida, tan calentita, tan cama). Pero hacía rato que no la veía y me esperaba una humeante carbonada. Los chifletes que se filtraban por todos los costados del tren y los tumultuosos sacudones que me desbarataron todos los huesos, cumplieron su pintoresca introducción al día, y cuando tratábamos de ubicarnos entre calles completamente desconocidas (después de varias vueltas) comenzó a chispear tímidamente. Beso va, beso viene, charlas aleatorias en la cocina y el comedor, mi hermano aquí, mi novio allá, mamá que iba de un lado a otro (no para, nunca para, culo inquieto que le dicen). Y casi a punto de sentarnos a comer, alguien exclama "¿Está nevando!?". Pffff, qué va a nevar! En Buenos Aires! Nos asomamos a la ventana entre risas. La llovizna sin dudas parecía más liviana de lo normal, pero nevar? ¡Disparates!. Abrimos la puerta de calle y verificamos lo que sospechábamos, agua nieve, nada más (con el frío que hacía no era de extrañar). Mientras almorzábamos discurrimos de los "pajueranos" que hacía unas semanas habían dicho que había nevado aquí o allá. "Estos ven un poquito de escarcha y ya gritan "nieve, nieve!" nos reíamos todos (con poca autoridad, debo reconocer, tanto mamá como yo jamás vimos nevar y yo vi nieve ya estacionada apenas dos veces en mi vida creo). Comimos rico y ameno, con un clima familiar que hacía tiempo no disfrutaba. No faltaron chanzas que dieran a la panza un buen ejercicio, ni un repaso por días perdidos en la historia. Pero fue mientras disfrutábamos del café que le sigue a una buena comida, que el día coronó su plenitud (o la frutilla de la torta, hablando en criollo). Por sobre el hombro de mamá, a través de la ventana que daba al patio, pude ver que el agua nieve había mutado. Como que tenía más volumen y caía un poco más lento. Me colgué mirando un rato con atención, pero no indagué mucho más. Mamá captó mi mirada, y ella sí se levantó a mirar con atención. De un momento a otro, sorprendida, saltó de la silla a la puerta de calle, la abrió de par en par, y un segundo después escuchamos su llamado asombrado y ansioso: "Está nevando!". Cruzamos una mirada con los chicos - "la vieja está loca" - pero fuimos a la puerta sin demora. No fueron los copos lo primero que ví, ni me demoré en una dilucidación de hasta dónde era agua nieve y hasta dónde era nieve en serio, no hacía falta. Lo primero que ví fue el pasto cubierto de una fina capa de reluciente blanco, los pinitos de la reja decorados cual si fuera una navidad de película, y entonces sí, un montoncito de hielo molido que había caído sobre el polar de mi hermano. Extendí mi campo visual, y mientras absorbía la imagen de una calle blanqueada, pude admirar los mil y un copitos blancos que caían suavemente, armoniosamente, como bailando, como jugando. Nunca había visto nevar, y mientras toda mi vida creí que lo que más me gustaba era escuchar y ver caer la lluvia, me tuve que replantear el favoritismo ante este espectáculo, que más allá de su hermosura traía consigo la sorpresa y lo inconcebible, la novedad. Los vecinos empezaron a salir, y los comentarios incrédulos venían de todas las direcciones. Algunos, como yo, extendieron los brazos, tiraron sus cabezas hacia atrás y abrieron sus bocas. Cuando volví a mirar mi entorno, me sorprendió el panorama, y esta vez no era la nieve, era la gente. Todos sonreían, sin ceños fruncidos, ni comisuras torcidas, ni miradas esquivas, sonrisas de las de verdad. Sonrisas, algo que es tan difícil ver en la rutina últimamente, algo que este país necesita en demasía.

En la televisión mostraban que la ciudad también estaba gozando del espectáculo tan poco común, y la gente saltaba frente a las cámaras, aplaudía y bailaba. Por un momento parecía ridículo, tanta alharaca por un poco de hielo, pero después lo pensé un poco más y miré a toda esa gente que está necesitando que alguien les encienda la esperanza, toda esa gente - todos nosotros - que esperamos un cambio, que estamos desgastados y se nos acotan las energías al soñar. Ese hielo, esta nevada en plena ciudad, luego de más de noventa años sin otro evento igual, luego de los últimos inviernos que no bajaban de 15 grados de temperatura, era una ventana a otra realidad. Una tregua de esperanzas, sueños, alegría y sonrisas que permiten siempre los absurdos, los inesperados; un mimo sencillo que los argentinos bendecimos por lo novedoso, fresco y relajante. Una anécdota dulce que nos acompaña aún hoy que todo ha vuelto a la normalidad.

Por mi parte, yo tiré (y recibí) unas cuantas bolas de nieve - chiquititas, pero bolas de nieve al fin - y me llené los ojos de belleza y fantasía en esa calle provincial que quedó completamente cubierta. Pasto blanco, árboles blancos, techos blancos, autos con el capó, techos y parabrisas totalmente cubiertos, y más copitos que caían sin cesar. No estaba en Buenos Aires, no era un día de semana, no me preocupaba el día laboral que me esperaba al día siguiente. Estaba de vacaciones en Bariloche, gratis y express, estaba descansada y libre de presiones y términos modernos como Burn Out. Estaba... simplemente estaba, sin tiempo, sin espacio, sin maquinaciones. Simple, como la nieve.

martes, marzo 06, 2007

Yemas resquebrajadas

Extraño este espacio. A doce minutos del fin de la jornada laboral pude distinguir la nostalgia de esa posibilidad de expresar, aunque sea nada, aunque sea un suspiro, pero decir algo más allá de este cubículo.

Más plata es igual a más posibilidades, más posibilidades es igual a más satisfacción, y aunque uno esté cual trapo, resistir una oferta de incrementar los activos es casi imposible. Y va otra mochila para la espalda, total uno es joven, y se lo banca, con tal de no tener que llevar nada de viejo. A mis dedos no les dolía tipear cuando divagaba horas enteras en escritos que ni siquiera llegarían al blog, que flotarían inefablemente al vacío de la papelera. Lo hacían contentos creo, o quizás meditabundos, pero lo hacían con ganas y satisfacción. Hoy, mis articulaciones se quejan más de lo debido. Lo que escribo por labor no es superior a lo que digitaba por placer, pero sin duda existe el dolor de cada falange, el cansancio de cada flexión. Extraño escribir sin consecuencias. Extraño escucharme a mí misma. Flotar sin apuro, sin objetivo y sin obligación, y la sensación aterciopelada del vuelo veloz de unas yemas inspiradas sobre las teclas. Extraño este espacio, sin dudas, y las ganas de hacer otra cosa que mirar televisión.