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martes, octubre 16, 2007

Vos podés...

Las situaciones límite son interesantes, sirven para reconocer un montón de cosas que en la rutina se pierden, cosas que quedan tapadas por un montón de ideas, costumbres, prejuicios, conceptos y supuestos. ¿Cuántas veces hemos respondido a una pregunta de qué nos llevaríamos a una isla desierta o qué salvaríamos de un incendio? ¿Cuántas veces hemos elucubrado lo haríamos en tal o cual situación?. Siempre pensé que yo sería la víctima número uno de cualquier cosa, incluso bromeo a veces, de que si hubiera una invasión zombie, sería la primera masticada. Es que por cositas pequeñas que he experimentado, gracias a mis lentos procesos de decisión (más bien vistos como indecisión), siempre me quedaba en el medio, paralizada o haciendo lo más estúpido (como tomar por el hombro a un amigo que boludamente se hacía el electrocutado). En fin, siempre creí que sería la más inútil, la histérica que complica todo. Hasta que el límite llegó y me di cuenta que existe una realidad que uno vive día a día, y existe otra realidad que se abre en el momento de necesidad y se vuelve a cerrar cuando todo pasa.

Ayer escuchamos unos cuantos gritos mientras mirábamos una película, cosa que suele ser común en un departamento que da sobre una avenida transitada. Los ignoramos al principio, hasta que se sumaron sirenas de todo tipo y se nos ocurrió mirar por la ventana. Gente, ambulancias, todos mirando hacia una entrada invisible desde nuestro mirador. Cuando abrimos la puerta de entrada nos encontramos con una pared negra con un perforante olor a caucho quemado. "Se quema el edificio". Y en ese instante entre fugaz y eterno en que creí que quedaría paralizada, cambió la realidad, cambió la conciencia y los conceptos, cambió mi identidad o más bien desapareció todo. Todas las nebulosas que gustan de atosigar mi mente con las dualidades más filosóficamente inútiles se desvanecieron para dictarme instrucciones claras y concisas, sin una sola duda, sin analizar las dos caras de la moneda, sin una sola interferencia. "Agarrá al gato, la cartera tiene algo de plata y los documentos, tapate la cara con la remera". Y sin pensarlo dos veces, cargada con lo justo y necesario, me interné en la negra e intoxicante barrera. Jamás creí que pudiera ser así, tan denso, tan oscuro, tan impenetrable. No habría más de 100 metros por recorrer, pero a medio camino ya no ingresaba aire a los pulmones, sólo sentía una pasta agria y caliente pegándose a mi nariz y tráquea y mis ojos ciegos ardían como el infierno. Y esa densidad asfixiante se volvía más caliente, y mi claridad mental cedió un momento. "¿Y si estoy caminando hacia el fuego mismo? ¿Y si gasto mis últimas gotas de aire en acercarme más a un punto sin salida? ¿Será mejor volver?" Volver hacia dónde seria la pregunta, porque en el vacío negro ya no había direcciones, pero donde fuera que apuntara, donde fuera que iba, tenía que seguir hacia adelante. Y volvió la claridad, y me tomé de la pared y tanteé los escalones con la mayor velocidad que el cuidado me permitiera. Unos escalones más adelante, el humo disminuyó sus resistencia, y la decisión probó ser buena. Todas las horas que esperamos en la calle se mantuvieron en esa realidad esencial, básica, en que la mente sólo procesa las mecánicas caricias al gato para mantenerlo calmo, las llamadas a los familiares para avisar que todo está bien, la visita a la ambulancia para recibir oxígeno y la espera. Y recién al volver a un departamento intacto, al cerrar la puerta y regresar a la rutina, la realidad vuelve a cambiar, a hacerme débil e ingenua. Y me hace quebrarme al instante, como si la vida se me hubiera escapado. Qué estúpido, pienso, tener esas dos caras. Qué estúpido quebrarme tan fácil cuando todo está en calma, pensar que no fue nada mientras mi lado claustrofóbico se empeña en recordarme la asfixia. Qué estúpido creernos tan conocedores de nuestros dotes, de nuestras entrañas, cuando cada nueva puerta nos revela una identidad alterna, que nada tiene que ver con las formas que alimentamos afanosamente día a día para convencernos de lo que valemos, lo que queremos y lo que esperamos. Y qué fascinante ese instinto de supervivencia, que nos despoja de nuestra humanidad con tanto tino para que podamos valernos de nuestra materia bruta sin interferencias, sin debilidades; sin esa vocecita de la conciencia que podría haberte sugerido que no ibas a poder.