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lunes, mayo 25, 2009

Terrena

Sentada junto a la ventana, recibía los últimos rayos del sol sobre su rostro sereno. Aunque se distinguía paz en su semblante ladeado, se adivinaba una profunda desazón tras la cortina turbia que vestía su honda mirada; unos ojos empañados que se clavaban mas allá del vidrio que sellaba el paso de una tormenta decreciente. Buscaban en la distancia. En el atardecer encendido, en las montañas manchadas por nubarrones achaparrados, en las gotas de agua que se demoraban en las espigadas hojas de los altos pinos. Pero no eran esos los destinos finales de su contemplación; sino apenas escalas de su deseo. Sus ojos iban mucho más allá, lejos de los límites tangibles, de las formas y los colores. Traspasaban los planos para encontrarse nuevas maravillas. O, al menos, eso era lo que intentaban. Eso buscaban esos iris desvaídos, las pupilas dilatadas, mientras surcaban una frivolidad inmutable.


“La he perdido. Perdí mi magia” – fue todo lo que pudo expresar en un susurro quebrado. Y sus ojos ya no pudieron ver más que una transparencia corpórea, veteada y deformada por esas lágrimas que lo revelaban todo sin decir nada.


Había nacido como una llama plena de deseos. Una pasión abrasadora por lo intangible y lo extraordinario. Había crecido adorando la armonía, los colores, las formas, los aromas que el mundo invocaba más allá de su corteza. En tal manera y a tal grado, que había aprendido a identificar los quiebres en el tiempo y espacio de la inocua realidad. Quiebres que transportaban su mirada a través de los abismos mundanos, hacia planos paralelos superpuestos. Y se había acostumbrado a llenar sus ojos de extraordinaria belleza y su alma de infinita emoción.

No veía duendes ni cosas imposibles, pero sí veía la verdadera cara del mundo. Cada poro de su piel multicolor, cada surco y curva de sus mil siluetas traslúcidas, cada mutación constante en cada uno de sus respiros. Podía encontrar momentos y lugares únicos. Podía demorar el tiempo para degustarlos. Observar cada partícula en un marcado rayo otoñal que pintaba prodigios en un árbol desvencijado. Cada tonalidad cambiante de un cielo sin fin, el movimiento acompasado de las hojas murmurantes, la danza imperceptible de cada átomo. Podía ver la lluvia en cámara lenta, aspirar los aromas de tierra mojada hasta embriagarse y navegar el mundo sin cadenas, sin filtros, sin pre concepciones. Su cuerpo se estremecía en un éxtasis delicioso y su espíritu cobraba una energía que amenazaba con romper su pecho.


Pero ahora, mientras el atardecer tormentoso se demoraba sobre un paisaje sereno e impactante, sólo existía el vacío. El deseo y el vacío. La añoranza profunda de la ausencia, de la falta. Había visto los colores vibrantes de la naturaleza. Había escuchado la dulce melodía de las tamborileantes gotas de la lluvia, había llenado sus sentidos con el refinado aroma entretejido de la savia de los pinos con tierra húmeda y el viento de montaña. Y había observado por horas cómo el día menguaba y el cielo se quebraba entre jirones de nubes perezosas y anaranjados trazos antojadizos. Lo había visto y percibido todo, pero los vellos de su piel no se habían erizado, su cuerpo no se había estremecido, su pecho no presentaba presión alguna; todo era normal, terrenal, quedo y desprovisto. No había podido detener el tiempo ni ver los detalles ni unir los planos. No había podido salir del mundo para ver el mundo, y todo aquello que amaba profundamente no era más que un bonito despliegue que le daba cierta paz, pero carecía del tinte de lo extraordinario.

Había aprendido a ser parte del mundo. Había aprendido a replegar sus alas, a usar sus pies y a ver con sus ojos y tocar con sus manos. Se había vuelto mortal, había perdido su magia; se había adaptado.

Lloró en el profundo silencio que la abrigaba sin sentirse acariciada por la mullida ausencia de sonidos. Ni las lágrimas sinceras pudieron darle acceso a su yo más pleno. Ni la pena era tan grande o real como hubiera querido. Una muerte superficial en su perecedera conciencia, un dolor tolerable en su elaborada racionalidad. Su lógica era más grande y poderosa que sus sentimientos; era enorme el conocimiento de la agonía que debía resultar de la revelación, pero medido el nudo en su garganta y contadas sus lágrimas. La lógica tenía más emotividad que su emoción misma y esa terrible ironía le musitaba que ya no era etérea. Se había acostumbrado demasiado a lo tangible para concebir algo inmaterial y, de todo lo que existe más allá de la conciencia, sólo quedó la noción de una maravilla prohibida, ahora, para ella.