Pages

martes, septiembre 29, 2009

Tear Down The Wall

Parece mentira, cómo uno se va ajustando a una rutina y esa rutina va cerrando los caminos y posibilidades de la personalidad. Cómo no son sólo las actividades las que se tornan mecánicas y tediosas, sino también el pensamiento, las ideas y la emoción. Llevados por la corriente y sin poner mayor resistencia permitimos que la identidad se nos apague y ajuste a una cajita minúscula y oscura. Una cajita que cerramos a presión para que no se filtre una sola expectativa disonante, para que no haya riesgos de enloquecer ante la monotonía.

Uno se va quitando deseos, creatividad y añoranzas como si fueran pesos colgantes de una monumental carga sobre la espalda. De manera que sólo nos quede un intelecto preciso y selectivo, risas contadas, emociones catalogadas y esperanzas deformadas en proyectos para acompañar el cronograma del día a día. Nos acostumbramos a quejarnos seguido de lo aburrido y molesto que es mucho de lo que nos rodea porque hemos cercenado las mil percepciones que nos permitirían disfrutar de lo que sea que hagamos, y vociferamos por el retorno de la “libertad”, que no es más que un concepto lejano y difuso que ha perdido real sentido para el espíritu. Pues, una vez que se han negado tantos aspectos que nos hacen por mucho tiempo, los olvidamos por completo. Olvidamos cómo se sienten, qué les compone, qué significan y lo que generan. Sólo nos queda una idea de lo que buscó nuestro espíritu infantil, una tarea sin tildar que debemos completar aunque no podamos recordar cuándo ni por qué la anotamos. ¿Cómo se alcanza la libertad cuando olvidamos lo que implica y significa? ¿Cómo se le permite que nos lleve en volantas cuando su ahora desconocida presencia nos amedrenta, cuando su mero respiro nos aterroriza? Corremos tras una obligación que nos impone el niño interno, el recuerdo de una vida más plena, que tiene ese único rótulo: “Libertad = Felicidad”. Sin darnos cuenta que mientras nos apresuramos torpemente hacia un fantasma, estamos en realidad huyendo de lo mismo que buscamos. Porque lo que nos persigue es un riesgo, una responsabilidad, una incertidumbre.

Y curioso es, que si llegamos a tener el coraje de girarnos, de reconocer el juego absurdo, de afrontar la destrucción que implica cumplir ese objetivo, abrazar esa tarea; nos encontramos completamente desprovistos, desnudos, incapaces, perdidos y vacíos. El adulto se convierte en recién nacido y la reconstrucción conlleva muchas más espinas de las que esperábamos encontrar. Sin embargo, ese terremoto nos trae cosas nuevas, frescas, sorprendentes. Y la satisfacción de poder volver a sorprenderse es inigualable. El poder agonizar un desgarro con la sonrisa de estar sintiendo algo nuevo, distinto. El poder recordar una emoción, idea o sentimiento que se nos había desdibujado. Todas cosas preciosas, increíbles, dulces y emocionantes; que se enfrentan al desarraigo, a la inestabilidad, a la costumbre, a la angustia y al miedo. Esa dualidad constante entre paz y tormento, entre estabilidad y volatilidad que nos lleva a tropezones y no podemos controlar ni negar.

Nos queda la elección, la decisión propia de enfrentar el tumulto o aceptar la languidez. Optar por un dolor preciso y arrebatado o una paulatina y sofocante depresión frente a los polos que equilibran; estabilidad, seguridad y previsión o pasión, sueños y emoción. Apegarnos a las convenciones y fórmulas conocidas o aventurarnos a seguir nuestro propio camino, por oscuro e incierto que sea.