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miércoles, enero 05, 2011

Nuevo (no renovado)

La costumbre pesa y pesa mucho. Es una influencia constante y agresiva en cada instante de la vida y un juez ejecutor en el desarrollo futuro.

Muchas veces he repetido el cuentito/fábula que habla del enorme elefante de circo atado a una pequeña y miserable estaca en el suelo. Ese que dice que la razón por la que el gigantesco animal no pega un tirón con su potente pata por su libertad es – simplemente – que lo ha intentado tantas veces (sin éxito) de pequeño que está convencido de que no puede hacerlo. Aún cuando su tamaño y fuerza aumentaran con los años. Tantas veces compartí esa historia y tantas veces fallé en aprehender la moraleja yo misma.

El destino de un ser humano puede estar trazado o no, pero lo que hacemos en el transcurso hacia ese horizonte está dictaminado, casi exclusivamente, por los hábitos. Muchas veces, lo que llamamos epifanía no es más que un instante de lucidez (o de inconsciencia, dependiendo como se lo mire) en que ejecutamos una acción o idea que va contra la costumbre. Porque es entonces que podemos ver que ya no somos esclavos de nuestro pasado y nos maravillamos ante la revelación.

Uno suele boicotearse las posibilidades de cambio y mejora por sobarse en su costumbre y, la mayoría de las veces, lo llamamos experiencia y lo interpretamos como una forma de sabiduría. Y así se nos pasa el tren en varias ocasiones, sentados a la vera del desfile convencidos de que no tenemos lo necesario para participar; pensando que todavía somos demasiado bajos, altos, débiles, fuertes, gordos, flacos, torpes, hábiles, ignorantes, incapaces, ciegos, brutos, feos, lindos, estúpidos o avivados para intentar algo en particular. Aún cuando haya pasado una década o más desde la última vez que probamos.

La vida cambia constantemente y nosotros con ella aunque a veces ni lo notemos; podría decirse que cualquier ser humano se reestructura cada 7 u 8 años mientras se convence de que sigue siendo el mismo. En cierta forma es gracioso como, a veces, caemos en cuenta de ello pero elegimos ignorarlo o limitarlo a un suceso particular como una excepción.

Yo cambié en muchos sentidos… Afirmo, sin embargo, que mi esencia es la misma y en varios aspectos me sigo creyendo incapaz, condenada o inmerecedora. Y esa costumbre me impulsa a ostracismos y reacciones que no hacen más que manchar o desechar muchas cosas buenas del presente; logrando auto cumplir, así, sus profecías.
El afán de no volver a fallar, golpearme o frustrarme (costumbre) me impulsa a un control obsesivo sobre cada situación vivida o por vivir. El ejercicio de tal control desarrolla elaborados análisis sobre todos los resultados posibles, encontrando siempre un margen de resultados adversos que me inmovilizan en mis hábitos seguros y calculados, descartando las nuevas oportunidades y dejando que me revuelque en el vacío que va gestando la inmutabilidad.

El año pasado me propuse dejar de seguir fórmulas sociales y encontrar mi propio camino y estilo por oscuro y torcido que fuera. En el proceso de cumplir esa meta descubrí que la única forma de lograrlo era ceder el control en la mayoría de las decisiones y tirarme de cabeza a la pileta. Eso era lo que implicaba tomar un riesgo (doh!) y no siempre tuve el estómago (ovarios) de hacerlo.
A medida que pasaron los meses (y las oportunidades desperdiciadas) fui notando que el vacío/aburrimiento/levedad de la rutina venía de la mano de la seguridad y el control. Saber perfectamente cómo iba a desarrollarse cada cosa, tener infalibles planes alternativos ante los “imprevistos” (que en realidad ya se habían previsto en el análisis preliminar de cualquier embarque) que llevaban siempre al mismo resultado: mi situación actual – emocional, económica, social – sin cambios ni alteraciones, igual que el año pasado y el anterior y el anterior… Y no es que fuera una mala situación, pero sin dudas podía ser mejor (o peor), sólo que aniquilaba la posibilidad cada vez que me dejaba llevar por la costumbre y el control. Y es que, aunque el arroz alimente bien, no es algo que se pueda comer toda la vida, al menos si uno busca una vida plena. Salirse del carril y entregar el volante es más que angustiante, pero me he dado cuenta que hasta la angustia es como un condimento, que al final del día le da un poco más de sentido a todo y rellena el vacío de la falta de expectativa.

Sí, las cosas pueden salir mal cuando no se las controla por completo. Pero también pueden salir bien. Y llega un momento en que cualquiera de los dos estados es bienvenido. Incluso el desastre es un desafío que abre la puerta de una nueva oportunidad.

Vamos 2011, a jugar con el corazón acelerado y un nudo en la garganta; que es más divertido transpirar en la cancha que fumar desde el banco de suplentes.