
De pie frente a una cascada que ruge con más potencia que un motor, pero cuyo sonido no altera ni molesta, me vi obligada a bajar la cabeza. Rodeada de ancianos coihues cuyas copas se perdían en alturas increíbles, con mis pequeños pies dejando diminutas huellas en una eterna montaña, no pude sino aceptar mi insignificancia, asumir mi irrelevancia y efímero respiro en la perennidad de la naturaleza. Y sabiéndome tan minúscula, tan fugaz, encontré una paz gigantesca. Un placer infinito, mecido en la conciencia de la superioridad de lo que me rodeaba, sumisa ante el generoso permiso de existir en su seno, aunque fuera tan sólo por un momento.
Saberse nada, considerarse nadie e inclinar la frente ante la magnificencia. Hace muy bien bajarse del caballo de la humanidad de cuando en cuando.
