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martes, noviembre 09, 2010

Culpa

El despertador suena como un torno puliendo una caries cerebral. Hace semanas que no descanso bien y las mañanas se vuelven tortuosas. La cinta de mi mente patina y patina como un disco rayado en su intento de cubrir todo lo que debe tener en cuenta para los días que se avecinan. Al recurrir al bien amado snooze se activa la sirena interna; que hoy hay que ir al banco, hacer las compras, sacar el turno, vacunar al gato, lavar la ropa, llamar a fulano, verificar la reserva y tanto más porque el 13 está acá nomás y no llegás con los días para todo. El esfuerzo sublime de salir de la cama se lleva toda la energía primordial para las próximas 24hs, empiezo a trabajar y a las 10 salgo como refusilo para no olvidarme del banco y tratar de cubrir por lo menos las compras y las llamadas en el mismo viaje y tiempo.

Empiezo a cruzar la calle con tensión en los tobillos por el ritmo que me impongo, una voz me hace girar. Una viejecita con bastón detrás de mí dice algo. Me detengo y le pido que repita. No sé qué de cómo doblan los autos sin cuidado, y sigue hablando mientras me golpea dos veces la rodilla con su bastón sin querer. Cruzo la calle a su lado con su parsimonioso paso intentando descifrar si hay algo más allá de un comentario casual. Subimos al cordón opuesto y, aunque ella sigue hablando, le regalo una sonrisa de compromiso y un buen día y le pongo primera a mis pies. Antes de que termine la cuadra me freno y me giro por una milésima de segundo. ¿Y si necesitaba ayuda? Desestimo el pensamiento y vuelvo a mi carrera, pero la espina ya se ha hecho carne y empieza a girar. Que la pobre apenas podía sostenerse en pie, que quizás vivía por ahí cerca y no me costaba nada prestarle mi brazo un rato, que tal vez sólo quería tener alguien al lado para sentirse más segura hasta llegar a su casa, que soy una garca, que mis cosas son más obsesión compulsiva que verdaderas prioridades. Llego al banco angustiada y hago los trámites con la cara fruncida, me olvido de darle los buenos días al cajero por estar enredándome en mis pensamientos de la viejita. Salgo del lugar con un nuevo pasajero en la carreta, que el pobre cajero se tuvo que bancar mi cara de culo y monotono apático. La carga ya se siente pesada y la energía del descanso de la noche se sabe insuficiente. Y todavía quedan 14 horas por delante para seguir acumulando culpas, pequeñas, medianas, grandes y de todo color.


Siento culpa de vivir mis días de semana como una carrera contra reloj, recordando que la vida es otra cosa. Me instigo un momento de recapacitación, abro mi bolsita de experiencias y conceptos y empiezo a ordenar las ideas. Decido sentarme a escribirme esto mientras me aguijonea la culpa de estar postergando todas las urgencias que me arrancaron de la cama (y el trabajo). Estoy acostumbrada a esa sensación, pero eso no la hace menos insufrible.


Estoy harta de condenarme por cada cosa que hago o dejo de hacer, encarcelada y castigada por mi propia escala de ética y moral. Nadie me está apuntando un dedo por nada, sin embargo no dejo de sentirme observada, evaluada, juzgada. He mamado las lecciones de la culpa desde la cuna y, de todas las enseñanzas que me ha impartido la vida, ella siempre ha sido la madre superiora que vela todo aprendizaje. Casi podría sentir que es el útero mismo de la vida humana. Y sé que no es un caso personal ni aislado.

Qué es la culpa sino una forma de arrepentimiento, decepción y hasta desprecio por uno mismo. Y andamos con ese concepto en las espaldas en un afán de redención constante. No se puede vivir de esa manera, no es vida; es regurgitación de ansiedad y desesperación. Es claro que aprender a desprenderse de ella permitiría aspirar a una clase de plenitud o libertad, pero qué sería de una sociedad sin culpas, cómo aprenderíamos a elegir sin el golpe bajo que nos hace replantear nuestras acciones o actitud.

Una vez más vuelve esa palabra ominosa a mis elucubraciones: equilibrio. Hacer un balance entre no atosigarse por nimiedades, aprender a perdonarse y hacerse cargo de lo que tiene que quemar para dejar su impronta. Y entonces, quizás, sea más fácil. Sentirse más persona, más vivo y menos condenado para darse cuenta que la vida es mucho más fácil de lo que parece. Pero alcanzar ese equilibrio requiere de mucha sabiduría y hay que ver si tal cosa puede alcanzarse en los cortos años que preceden el lecho final. Después de todo no se puede ser sabio sin experiencia y la experiencia no es plena sin algo de culpa.


Voy a cambiar el turno del dermatólogo por una lobotomía.

2 comentarios:

Suroscuro dijo...

Y sí, hace falta bastante sabiduría para ese equilibrio. Pero yo ruego que te hayas percatado de toda la sabiduría que hay en este post. Y del equilibrio que hay en su hallazgo. Todo esto que pensaste (y que te genera lo que te genera porque no está resuelto —eso lo sabemos), todas estas inquietudes y tensiones de lo que sentimos a diario, salen a la luz porque hay una sabiduría detrás que se las plantea. Quizás sirva empezar a resignarse a que no hay logros plenos. La vida es corta (como das a entender) y somos una experiencia en un fragmento infinitesimal de algo que no entendemos. Y no es que le resto importancia a la experiencia, al contrario, es tan maravilloso como el resto (¡es una muestra gratis de eso que no entendemos!). Sólo digo que es la humanidad entera la que tiene que madurar una serie de cuestiones en torno a la culpa, y es la humanidad entera la que debe propender hacia una sabiduría, y ese proceso puede tardar ¿cuánto?... No sé, quizás ni siquiera fisiológicamente estemos aún preparados. Por eso es algo ilógico pretender resolverlo nosotros en nuestra viditas. Estamos hundidos en el río de una historia cultural y sólo podemos sentir y movernos según nos deja la corriente (y somos la corriente).

Por lo que el problema, tal como lo planteás, seguirá en pie, eso hay que saberlo. Quizás la cuestión es que hacemos con eso. Ahora me acuerdo de una canción de Radiohead que se llama Optimistic (Optimista) que dice:

You can try the best you can
The best you can is good enough

Algo así como:

Podés hacer tu mejor esfuerzo.
Tu mejor esfuerzo, es suficiente.

Creo que resignarse a despertar una leve sabiduría en nosotros (por poca y limitada que sea) es paradójicamente NO resignarse. Parece un trabalenguas, pero lo que quiero decir es que aceptar las limitaciones que la vida impone es empezar a valorar que lo que podemos hacer dentro de esos límites es valioso. En realidad, no queda otra que pensar que es valioso. Lo es. Y quizás ahora no lo tendría tan en claro sin la sabiduría de tu reflexión, felizmente limitada, y por hoy suficiente.

Connita dijo...

Gracias por el aliento Pablo, ayuda a alivianar un el paso y da los ánimos de estar en la pista correcta =D.
Creo que estos planteos surgen más del instinto de supervivencia que de la sabiduría en sí; lo que explica ese afán de llegar a algo que posiblemente este fuera del alcance de la mortalidad.
Leyendo tus conclusiones, me propongo un escalón más asequible: lograr la sabiduría necesaria para aceptar que el mejor esfuerzo es suficiente. Con eso debería alcanzar para desinflamar un poco. Y creo que es posible en tanto uno tenga en torno mentes lúcidas que ayuden en el desglose de las ideas ;)
Tal vez llegue el día en que la humanidad aprenda a desprenderse de la culpa sin autodestruirse, a veces me permito la ingenuidad de anhelar que pudiera vivir lo suficiente para verlo acontecer.