¿Se puede vivir, realmente, una vida entera basándose en el raciocinio? ¿Podemos limitar todo a una explicación concisa y lógica, una acción-consecuencia, sin perder plenitud en el proceso?
¿Puede uno resumirse a las leyes de la realidad y someterse a la resignación de su peso por el resto de sus días? ¿Qué hay de la pasión, de la emoción, de la sorpresa? ¿Qué hay de la realización del escalón imposible, del sobrecogimiento de lo extraordinario? Aunque más no sea un atardecer resplandeciente sobre un profuso forraje; o una caricia tímida y sincera que se desliza ilusionada, el pecho contenido en una esperanza incierta, los hombros estremeciéndose en un aroma de memorias nobles, la garganta enredada en la incredulidad de una maravilla. ¿Cómo prescindir de todo eso, cómo ignorarlo; implementar la indiferencia que cuadre con un plan sencillo y claro?
¿Cómo puede uno sentirse vivo acomodándose a una idea práctica, delineando un plan rutinario, bebiendo el olvido de lo que una vez pudo revolucionar nuestras entrañas?
¿Quién puede establecer tal pacto, reducirse a la carne muerta y al pensamiento estático y lineal? ¿Para qué sobrevivir la vida si ya calculamos y conocemos todo lo que obtendremos de ella? ¿Para qué estirar la monotonía sin mayor vencimiento – ni incertidumbre – que el momento de desvanecimiento final?
No me basta lo lógico y conocido para encontrarle sentido a la lucha. No me alcanzan las consecuencias obvias para permanecer. Necesito creer en la próxima emoción, en la conmoción de cuerpo y mente que se lleva las palabras, los pensamientos, las lógicas certezas y cualquier expectativa analizada. Necesito creer en la desnudez absoluta de la conciencia frente a la emoción que supera cualquier premeditación. Pues sin esa posibilidad, sin esa esperanza; todo lo que pueda programar, todo lo que pueda conseguir, no vale absolutamente nada.