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jueves, junio 30, 2011

Apatía

Es fácil luchar cuando tenés un motivo para hacerlo. Bah, en realidad es arduo y cansador pelear una pasión, pero no requiere que uno se instigue fuerza; eso aparece en forma automática. A lo que voy es que lo admirable no es la voluntad del luchador, sino la intensidad de la pasión que lo impulsa.
Cuando uno siente que algo realmente vale la pena, desafiar los límites y arriesgarse no es una elección, es una consecuencia inevitable. La verdadera rareza, muchas veces, es poder sentir con tal convicción.

Muchas veces me he preguntado dónde quedó el toro obstinado que arremetía contra cualquier obstáculo que se le pusiera adelante; ese que no le temía a la autoridad ni a las consecuencias, ese que manejaba mi alma sin oposición desde el primer día que vio la luz del sol.
Durante los últimos años he sido más bien una vaca en el matadero, rumiando mis posibilidades de escape en la eterna espera de que alguien me abra la puerta. Las mil y un ideas de liberación tienen mil y un consecuencias imperfectas, y mientras todo siga siendo solo idea, esquema, mente, no hay posibilidad de acción.

Creí que bastaba con pincharse un poco; reconocer el problema e instigarse al cambio. Me propuse arriesgarme, actuar sin pensar, liberarme a la voluntad del caos. Las ganas estuvieron (están) lo juro, la voluntad también, pero parece que eso no es suficiente. Es como basar el intento de dejar de fumar bajo la única premisa de que hace daño. No es lo mismo saber que uno TIENE que hacer algo que QUERER hacerlo. Especialmente con esa mezcla de rebeldía y autodestrucción que repta el ADN humano.

¿Cómo no voy a querer ser más libre, más plena, más saludable, más feliz? Pfff, el deseo está dado por sentado. Pero, entonces, ¿por qué no funciona?
Empecé a darme cuenta que el querer y el deber son muy fáciles de confundir, especialmente cuando uno se ve en la necesidad de disciplinarse en algo. ¿Qué es lo primero que uno hace cuando se increpa al cambio? Se impone cosas, pasos, metas, soluciones. “Imponer deber” es casi una redundancia, van de la mano, se entienden y enlazan a la perfección; todo funciona. Pero el querer no es algo que pueda adiestrarse, es totalmente contrario a su naturaleza. Imponer un deseo es sólo otra manera de hablar de obligación. Y así uno va, creyendo que está lleno de deseos cuando en realidad desborda de imposiciones que solo aportan a apagarlo más.
Entonces, finalmente me doy cuenta, el anhelo fluye solo, no necesita ayuda de nada ni nadie, simplemente es. Aparece cuando quiere y se queda cuanto quiere. Y lo único que uno puede controlar de eso es cuánto tiempo logra resistírsele.

Decido dejar de resistir y algo se hace dolorosamente evidente, la única avidez en mi alma es la de volver a ansiar; lo que sea. Repaso mis antiguas pasiones queriendo gatillar el estallido; caballos, pintar, escribir, la naturaleza, el mar, Irlanda. Medito en la fantasía de un futuro envuelto de las cosas que me hacían estremecer, me concentro en imaginar que son una realidad para convertirlos en metas. Nada. Practico otra vez, ahora con cosas nuevas; música, deporte, buceo, fama, éxito, aventura, idiomas, lo que se me ocurra. Nada.
En medio de la desesperación, se me ocurre la necesidad de una visualización inquietante. Si la liberación no logra despertar mi pasión, quizás la consecuencia de una espera sin acción sea lo que verdaderamente quiero. Nivelo mi respiración, me esfuerzo por lograr una hipótesis lo más vívida posible. Veo cada detalle de cada posibilidad, me convenzo de que es factible bajo mis propios términos de perfección y emito un suspiro aliviado cuando caen lágrimas de mis ojos cerrados. Un final precoz tampoco despierta el fuego. Y la esperanza, de que – al menos – la idea se me hace menos atractiva que la apática espera. Y es quizás, la idea que me instiga a querer moverme, a cambiar.

Cambiarlo todo, si hace falta, para encontrar la manzana podrida. Tiene que haber algo bajo las capas de cobardía y desazón de la experiencia. No me hace falta algo nunca visto para despertar mi pasión, me falta disipar las brumas para poder verlo. Y quizás no sean los fantasmas del pasado los que vienen vomitando sombras como yo creía, sino una realidad y entorno muy actual que ya no tengo fuerzas para tolerar. Una tolerancia que los años han vencido sin que me diera cuenta, como esa cana adicional que no se ve en el espejo o esa arruga que me niego a reconocer. El alma también envejece, quizás, y uno tenga que bajar las exigencias de resistencia para que pueda volver a respirar.

2 comentarios:

-Flower- dijo...

Me gusto mucho. Gracias. der

Connita dijo...

a vos ;)