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martes, octubre 03, 2006

Desarraigo

Mientras me voy preparando para otra mudanza más (seguramente escriba pronto un "Sinsabores..." parte 2) un cuestionante de Maxi me hace reparar en una característica de mi vida que marca mi personalidad. Siempre fui muy posesiva de mis cosas, tremendamente, de una forma casi obsesiva. No soy una persona particularmente materialista, asique solía definirme más bien como "material", aunque no me desespere por las mejores joyas, la ropa de marca o los lujos más tentadores. No, no diría que me incline por las cosas materiales, al menos mientras no esten en juegos mis cosas. Con mis cosas tengo una relación íntima, y separarme de ellas significa un desgarro interno, un duelo, una melancolía que se mantiene por siempre. ¿Por qué este materialismo cuando soy mas bien espiritual?, se pregunta Maxi al ver mi amargura a la hora de elegir las cosas que no vendrán conmigo en esta mudanza. Y le respondo, a medida que lentamente toma forma la razón en mi cabeza. Me quedo un momento cavilante, comprendiendo mis propias palabras, entendiendo con nostalgia la huella que marca el pasado en el transcurso de uno. Mis cosas son mi hogar, el único hogar que tengo, la única prueba tangible de mi crecimiento, la foto viva de cada lugar que pisé.
Dice el dicho que "hogar es donde cuelgas tu sombrero", y mi sombrero es el conjunto de elementos que he ido adquiriendo a lo largo del tiempo, el fruto de los sacrificios y los esfuerzos.

Nunca viví más de dos años en una misma casa, en algunas mucho menos, y no puedo retornar a los rincones que cobijaron mis juegos infantiles, mis lágrimas, mis risas y mis interminables fantasías. Sólo tengo algunas fotos que me permiten remontarme, pero nada que realmente pueda tocar. A veces envidio a Maxi, cuando caminando sobre un puente de la vía me cuenta cómo se desafiaba a acercarse al lugar en las noches para probar su valía en su adolescencia; cuando me señala el colegio al que asistió, la esquina en que casi choca su auto, el descampado por el que corría jugando libremente. Envidio esa facilidad de volver a esos sitios que forman parte de su vida, el tener todavía simientes allí, donde nació y se volvió mayor de edad. Siento que necesito esa posibilidad muchas veces, aunque trato de convencerme de que son prescindibles. Me insisto que es mejor mirar para adelante, y dejar que el pasado sea sólo una experiencia. Pero, a veces, la experiencia se torna borrosa y amenaza con ser una mentira, cuando no tenemos donde anclarla. A veces se nos esfuman pedazos de nuestra vida si no pueden evocar con claridad el espacio en que existieron. Mis años de primaria son una quimera, con suerte recuerdo el nombre de una o dos profesoras, la mitad de las compañeras de mis clases, y los salones donde estudiaba no tienen esquinas, ni colores, ni escritorios definidos (eran de tintero, de fórmica, cortos, largos, con bandeja?). Hace poco me reía, porque incitada al recuerdo, me dí cuenta que no había ni una partícula de memoria de mi 5to grado. Ni la profesora, ni el aula, ni los recreos. Nada, como si nunca jamás lo hubiera cursado.
Asi mueren los pedacitos, volátiles y frágiles, sin poder aferrarse a la voluntad de ser, dejando que sólo quede en la memoria la imagen de un camino que se aleja y aleja siempre, y esa sensación perenne de vértigo y desequilibrio, ansiando profundamente una base firme para apoyar los pies.
Pero tengo mis cosas. La heladera es el fiel registro de que un día me animé y corté el cordón umbilical, mi cajita marrón cerrada con cinta de embalaje contiene un mundo dentro, y aunque no la haya abierto en un par de años, me acompaña con la prueba de mis sentimientos adolescentes. Tengo cartas de aquellas amigas de mis 12 años, hace demasiado tiempo que no las leo, pero gracias a esas cartas amontonadas y sujetas por un nylon, sé que existieron y que el barrio que abrigó nuestras travesuras, alguna vez tuvo forma y color. Tengo una campera vieja, muy vieja, que ya no puedo usar, pero que no puedo abandonar. Es la campera que usaba en el invierno, cuando me trepaba a los árboles de los distintos jardines de las casas que habité, cuando corría con mi perro a través de los distintos marcos. Esa campera une todas esas casas, y las funde en el espacio vacío. Mis cosas son ladrillos, cada una de ellas, el pedacito de una casa única que estuvo conmigo desde el primer momento, lo único que tengo para trazar mi camino.
Mis cosas son "yo" y yo soy ellas, un vínculo interno y sentimental, por más materialista que parezca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Algo me dice que, con ese Max cerca, el generador de recuerdos debe de estar marcando la palabra "memorables".

Tio Joe

Anónimo dijo...

Uff.. me pasa igual... y no le encuentro motivo... me cuesta desprenderme de muchas cosas, cosas que ni uso... el tema es cuando el desorden crece y crece, y no me deja lugar para mi...