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lunes, octubre 30, 2006

Epifanía

Corríamos con furia y locura rumbo a nuestro objetivo, y una repentina aparición nos hizo frenar en seco. Aquella criatura refulgía en una blancura indescriptible, tan luminosa y pura que parecía apuntar un dedo acusador a nuestros corazones negros agobiados por la codicia. Nunca habíamos visto nada parecido, no cabía en nuestras mentes que aquel majestuoso pegaso pudiera ser real. Quizás habíamos caído víctimas de alguna planta alucinógena de los alrededores, compartiendo, todos, el mismo inusual sueño.
El deslumbrante equino se acercó a nosotros con paso lento y firme, contrastaba dulcemente contra las figuras del bosque de pinos cual si fuera una escultura marmórea. El silencio era sofocante, y las pisadas del pegaso no rompían las débiles hojas secas que tapizaban el bosque, por el contrario iba convirtiendo aquellas hojas marchitas en flores de sangre que disonaban con estridencia de los apagados colores del otoño. Retrocedimos entre miradas temerosas, no todos los mitos describían a este magnífico animal como un ser bondadoso. Escuché a mis compañeros murmurar con creciente inquietud a mis espaldas, la huida era la única opción que consideraban de momento. En el instante que había decidido unirme a ellos, el animal clavó su profunda mirada en mí. Mis pies echaron raíz en la tierra y me fue imposible mover un sólo músculo. En aquellos ojos se arremolinaban fantasías increíbles, de colores y formas insospechadas. Parecían comprender galaxias enteras en aquel minúsculo espacio, y hablar muchas lenguas, contando muchas historias perdidas en la gran rueda del tiempo. Pude ver muchas razas de hombres batallando su supervivencia, ahogando su egocéntrica conquista en océanos de lágrimas rojas. Toda historia comenzaba con una armonía que de a poco trocaba en guerra, y a través del tiempo se perdían los sueños en la lucha de concretar una evolución tangible. El júbilo de los hombres iba menguando a una sonrisa difusa que terminaba por desaparecer entre los profundos surcos de sus ceños fruncidos, y pude reconocer en la última expresión que el rostro que estaba observando era el mío. Recuperé la movilidad de mi cuerpo y caí en cuenta de que estaba en medio de un bosque completamente vacío. Los sonidos amortiguados de las copas de los árboles mecían mi confusión con un dolor agridulce. Caí de rodillas atormentado por la duda, y junto a mi mano descubrí una flor roja que destellaba en la tarde. Las lágrimas empañaron mi vista cansada, y me abandoné a la palpitante necesidad de liberar al niño malherido que ocultaba en las recónditas profundidades de mi alma. Al caer la noche, tomé la flor con cuidado y emprendí el regreso a mi casa, abrigado por una añoranza que había olvidado. Mientras me alejaba, dejé caer el machete que aún aferraba en mi mano derecha.

Videncias y Baratijas

Hace unos cuantos años, recurrí a una Tarotista en épocas confusas de mi vida. Convencida por una amiga que vociferaba el típico "No sabés como le pegó a toooodoooo" me senté a la mesita esotérica con toda mi angustia a flor de piel, y a los pocos momentos zumbaba entre exclamaciones de admiración, completamente atrapada por la videncia de esta madama. Se sabía todo, todo lo que me pasaba, todo lo que esperaba, y obviamente mi ansiedad por el amor de aquel muchacho que en ese momento me tenía gagá. La verdad que ni me acuerdo si en sus futurologías le habría pegado a algo, porque incluso en su momento no esperaba la confirmación, estaba completamente convencida.
Años más tarde me hice una amiga que resultó saber leer las cartas, y entre charla va y charla viene, convencida de que yo tenía el "don", me enseñó a hacerlo... Mis primeras lecturas fueron con inseguridad, pero a medida que el interlocutor confirmaba mis desvaríos, fui ganando confianza. Era grossa. Por esas épocas sucedió que un tipo me frenó en mitad de la calle con la afirmación "vos tirás las cartas" (Merda!) y así de fácil, con esa sola afirmación y mucho carisma me llevó totalmente inconsciente a tomar un café con él, discutir distintas variedades de cuestiones metafísicas, y a, obviamente, darle plata. No me pregunten cómo ni por qué, no recuerdo en absoluto los ejes de su engaño, pero me embaucó mal mal mal (Chan, me siento como si hubiera mandado una postal a post secret). Me había tirado las cartas también, obviamente "pegándole" en todo, y creo que esa fue en gran parte (además de ser yo una pelotuda importantísima) la razón por la que no me permití usar la lógica en aquella fracción de tiempo extraña y absurda. Cuando uno quiere creer en algo, se deshace de todo su conocimiento con tal de darle validez, y eso empecé a notarlo con la gente que me consultaba en las cartas. La ansiedad suprema que tenían, se depositaba indefectiblemente en mis hombros, y todo lo que yo dijera era palabra santa, aunque yo misma no pudiera recordar las palabras que emitía. El problema empezó a surgir cuando me di cuenta que mucha gente estaba dispuesta a hacer lo que yo le dijera en medio de una lectura, y por ende, empecé a razonar que esa acción iba a ser mi responsabilidad. Entonces, con mis amigos, empecé más bien a dar consejos, basada en lo que ya sabía, para evitar situaciones que escaparan a las cuestiones naturales (una compañera de trabajo osó preguntar antes de casarse, si un pibe de su pasado que había vuelto, era el amor de su vida... ¿Cómo se carga con la responsabilidad de responder eso?) y los consultantes tomaban esos consejos como videncias, cuando simplemente era un poco de lógica y empatía respecto a los hechos que conocía. Y así, de a poquito, fui dejando, y dejando, y revistiéndome un poco mejor en mi razón.
Hará unos dos años, me agarraron por primera vez en mi vida las gitanas de Mar del Plata. Yo había ido por trabajo, y decidí quedarme el finde (era invierno). Como me encanta el mar, el sábado decidí ir a mirar el horizonte. Estaba de diez. A pocos pasos de haber pisado la arena se me acercó una gitana y empezó su chamuyo, la despaché con educación, pero seguía mis pasos e insistía. A mi tercer o cuarto rechazo empezó con su técnica: "que tu estás muy triste, y te pesan muchas cosas de tu vida, y necesitas un descanso, una salida, porque te falta el amor..." y bla bla bla. Con cierta diplomacia, me detuve (ya hinchada hasta las tarlipes) y le retruqué con una sonrisa mi excelente estado anímico y espiritual, aconsejándole que revisara su bola de cristal porque estaba en cortocircuito. Si bien esa señora dejó de molestarme al instante, otras vinieron con el mismo speech y me tuve que volver al Hotel con la cabeza a punto de estallar. Pero me quedé pensando, si hubiera estado triste, sin amor, desganada, agotada mental y espiritualmente, débil. ¿Me hubiera dejado embaucar por segunda vez? Era claro que una chica joven, sola, en pleno invierno, caminando hacia el mar, pintaba un cuadro de absoluta desolación para quien sabe aprovechar una situación. Y entonces volví sobre aquel tipo que me había agarrado aquella vez, volví sobre mi primer contacto con el Tarot, volví a cada una de las personas que me habían consultado. Si uno agudiza los sentidos, si uno sabe mirar, si uno sabe generalizar, puede ver perfectamente el estado de ánimo de quien tiene enfrente, puede escuchar su pedido de ayuda, casi puede palpar su angustia. Recordé que cuando tiraba las cartas muchas veces terminaba con contractura o migraña, y recordé que muchas veces mis palabras iban 10 veces más rápido que las cartas. No era por videncia, no era por un artilugio mágico; era porque sabía escuchar y devolver la realidad procesada (algo así como una psicóloga exótica) Y entonces llegué a mi conclusión: el Tarot no era otra cosa que empatía y un receptor sediento de comprensión. Cualquiera con dicha capacidad podía tirarle las cartas a cualquier persona desahuciada y acertar con lo que dijera.
Hoy, mientras ponía cosas en cajas, encontré mi viejo mazo, y con una sonrisa nostálgica en la cara, me dispuse a repasar esos viejos arcanos. Hice lo que me habían enseñado que jamás debía hacer (y aun así lo había hecho muchas veces), me tiré las cartas a mi misma, de onda. Y por una de esas cosas del aburrimiento, hice una prueba: intenté prever lo que saldría, y voilá, tal cual... La mente es capaz de cualquier cosa cuando tiene ganas, y ahora vuelve a rondarme un fantasma viejo que la lógica dejó de lado. ¿Si las cartas pueden mostrarse según la voluntad de la mente, puede acaso la realidad adaptarse a nuestra voluntad cuando con certeza y claridad estamos convencidos de un resultado?

miércoles, octubre 25, 2006

Abstractamente real

Las dimensiones son insondables. Entre la idea y lo concreto puede existir un abismo, a veces nos damos cuenta, a veces nos dejamos envolver por los mil sentidos que flotan en derredor, inconcientes de las grandes diferencias.
Alguna vez discutí con mi hermano mayor respecto del origen de los sentimientos. El sostenía que eran creaciones de la mente, y yo defendía con garras y dientes la existencia de un “corazón” o alma como emisor de algo indefinible. Creo que fue en una época que él pasaba por un desengaño con la vida, lo que me daba más cuerda para apoyarme en mi teoría y desmerecer la suya. Después yo pasé por mi propio desengaño, pero mi posición seguía firme, pues en mi negación con el curso del mundo me despojó de aquellas llamadas emociones, y me dejó un aburrido transcurrir. Para mí, el corazón seguía siendo el único capaz de emitir sentimientos, y el mío andaba muerto. Así de fácil era.
En los últimos tiempos, empecé a permitir el flujo de teorías al respecto nuevamente, sin indagar demasiado. Hoy me doy cuenta que mi hermano tenía razón. Y yo también. No hay una sola realidad para las emociones, y algunas son mentales, otras, si se quiere, espirituales. Y lo que logró llamar mi atención, es que a veces, en lo inmediato, las mentales parecen ser más fuertes que las otras, aún cuando de cierta manera se me antoje poner a las emociones mentales bajo un título de engañosas. Quizás sea porque la fantasía les otorga un vuelo tan notable, que dicha asociación no puede pasar desapercibida.
Lo virtual cada día tiene más presencia en nuestro mundo, y un éxito casi absoluto entre todas las personas con un mínimo vuelo mental. Antes de lo interactivo, el arte mismo era el responsable de llevarnos hacia la revolución emocional de la mente, y no estoy hablando de el uso de colores y formas de una pintura, que de cierta manera podría decirse que son más “sentimentales desde el alma”. Hablo de las novelas literarias, de las películas, de las obras teatrales, de la lírica. Leemos sobre muertes y accidentes todos los días en el diario, y más que sentimientos podemos emitir opiniones, que allí se quedan. Pero en un libro, en una película, en una obra, si algo malo le sucede al personaje, muchos de nosotros somos capaces de deshacernos en lágrimas. ¿Cuánto hace que conocemos al dichoso personaje? Quizás dos horas, ocho, diez tal vez, a través de un libro... Y ya somos capaces de adorarlo o despreciarlo. A mi me pasa mucho, yo me meto demasiado en cualquier cosa que vea o lea (sí, soy de esas que zozobra con una angustia indescriptible cuando William Wallace grita “freeedoooom” en Corazón Valiente, y que me bajé como cinco paquetes de carilina cuando murió Mufasa en el Rey León), incluso en los videojuegos, soy capaz de meterme en la piel del personaje (sí, por eso no puedo jugar al Silent Hill 4, me supera). Y todas esas cosas que me generan, son sentimientos, y ni les cuento lo que me pasa con el animé. Maxi sabe, que son los colores, pero cada vez que veo algo de Miyazaki me hundo en un mundo de emociones espectaculares... Emociones “de mentiritas”, mentales, que existen gracias a la imaginación, a la fantasía, que desaparecen después de un tiempo de no ver o no leer. La interactividad virtual le ha dado un nuevo vuelo a esta característica nuestra, y podemos decir sin modestia que somos expertos escultores de perfección en nuestras mentes. Siempre es curioso, encontrarte en persona con esas personas con las que compartiste un millón de cosas en un foro, porque indefectiblemente esperás que sus caras sean las de su avatar; incluso si usan un perro o una cuchara en ese lugar. Un mundo de ideas que se asocian con la fantasía y las expectativas personales, creando un amasijo indefinible que resulta en una explosión de sentimientos confusos o excitantes, que romperán como una ola contra el acantilado de la realidad. A través de las horas uno construye el puente (si vale la pena) que cruce ese abismo entre la idea y lo concreto, adaptando los conceptos a medida que se evaporan las fantasías, sabiendo con cierto desencanto que extrañará la fuerza de esas emociones que ya no volverán con el mismo empeño. Las dimensiones de nuestra mente son insondables, y la realidad demasiado acotada para nuestro potencial. Pero entre medio de ese abismo creo que existe ese punto donde se esconden los sentimientos “de verdad”, vengan del corazón, el alma, el espíritu, o una mente oculta, más profunda que esa frente expuesta que siempre vuela mucho más allá.

jueves, octubre 19, 2006

Caparazón de soledad

*Solitary Shell - Dream Theater

He seemed no different from the rest
Just a healthy normal boy
His mama always did her best
And he was daddy's pride and joy
He learned to walk and talk on time
But never cared much to be held
and steadily he would decline
Into his solitary shell
As a boy he was considered somewhat odd
Kept to himself most of the time
He would daydream in and out of his own world
but in every other way he was fine

He's a Monday morning lunatic
Disturbed from time to time
Lost within himself
In his solitary shell
A temporary catatonic
Madman on occasion
When will he break out
Of his solitary shell

He struggled to get through his day
He was helplessly behind
He poured himself onto the page
Writing for hours at a time
As a man he was a danger to himself
Fearful and sad most of the time
He was drifting in and out of sanity
But in every other way he was fine

He's a Monday morning lunatic
Disturbed from time to time
Lost within himself
In his solitary shell
A momentary maniac
With casual delusions
When will he be let out
Of his solitary shell

Hoy siento que esto es una exacta biografía mía, palabra por palabra.
Y no sé si será éste el momento en que deliro, víctima del agotamiento y el tedio; o si será en realidad uno de mis pocos momentos de lucidez, en que capto una realidad que suelo ignorar en la comodidad de mi humanoide armado para la sociedad

Ilusos

Pequeños retazos de sucesos que se unen en un significado, aún cuando su individual realidad explícita es totalmente ajena al resultado final. Esos hilos invisibles que mantienen al universo herméticamente seguro, sin que se caigan los componentes aquí o allá, son los que conectan cada pequeña ocurrencia aislada hacia una forma definida que se funde en revelaciones obvias. Sí, por incoherente que suene, el hecho de que se nos haya roto una taza mientras intentábamos lavarla, más una queja del jefe en el trabajo, en conjunto con una catrascada del gato, de golpe te hacen notar que un fulanito de tal en años perdidos de tu vida, marcó mucha influencia en tus pasos. ¿Qué tiene que ver con nada? Se dice uno, mientras el pensamiento va procesando esa idea que saltó de golpe, cuando flotábamos entre los restos de porcelana, reprimendas y mascotas. Pero la idea se instala, y nos damos cuenta de una relevancia nunca antes vista, y por largo rato dejamos que vaya anclando los fragmentos dispares que hacen de la cabeza un caos. Solucionamos incógnitas viejas o actuales, hasta cosas que ignorábamos, olvidadas por la urgencia de la rutina. Y agredecemos esos sucesos sencillos que nos llevaron de la mano hacia un objetivo que la casualidad parecía tener planeado hace rato.
Todo tiene razón de ser, y todo está magistralmente armado en un rompecabezas perfecto de proporciones incalculables. Y el azar... El azar no es otra cosa que nuestra incapacidad de ver el plan trazado. Nunca falla ni una tuerca, y mi apreciación camina por el filo que divide al alivio del terror.

martes, octubre 03, 2006

Desarraigo

Mientras me voy preparando para otra mudanza más (seguramente escriba pronto un "Sinsabores..." parte 2) un cuestionante de Maxi me hace reparar en una característica de mi vida que marca mi personalidad. Siempre fui muy posesiva de mis cosas, tremendamente, de una forma casi obsesiva. No soy una persona particularmente materialista, asique solía definirme más bien como "material", aunque no me desespere por las mejores joyas, la ropa de marca o los lujos más tentadores. No, no diría que me incline por las cosas materiales, al menos mientras no esten en juegos mis cosas. Con mis cosas tengo una relación íntima, y separarme de ellas significa un desgarro interno, un duelo, una melancolía que se mantiene por siempre. ¿Por qué este materialismo cuando soy mas bien espiritual?, se pregunta Maxi al ver mi amargura a la hora de elegir las cosas que no vendrán conmigo en esta mudanza. Y le respondo, a medida que lentamente toma forma la razón en mi cabeza. Me quedo un momento cavilante, comprendiendo mis propias palabras, entendiendo con nostalgia la huella que marca el pasado en el transcurso de uno. Mis cosas son mi hogar, el único hogar que tengo, la única prueba tangible de mi crecimiento, la foto viva de cada lugar que pisé.
Dice el dicho que "hogar es donde cuelgas tu sombrero", y mi sombrero es el conjunto de elementos que he ido adquiriendo a lo largo del tiempo, el fruto de los sacrificios y los esfuerzos.

Nunca viví más de dos años en una misma casa, en algunas mucho menos, y no puedo retornar a los rincones que cobijaron mis juegos infantiles, mis lágrimas, mis risas y mis interminables fantasías. Sólo tengo algunas fotos que me permiten remontarme, pero nada que realmente pueda tocar. A veces envidio a Maxi, cuando caminando sobre un puente de la vía me cuenta cómo se desafiaba a acercarse al lugar en las noches para probar su valía en su adolescencia; cuando me señala el colegio al que asistió, la esquina en que casi choca su auto, el descampado por el que corría jugando libremente. Envidio esa facilidad de volver a esos sitios que forman parte de su vida, el tener todavía simientes allí, donde nació y se volvió mayor de edad. Siento que necesito esa posibilidad muchas veces, aunque trato de convencerme de que son prescindibles. Me insisto que es mejor mirar para adelante, y dejar que el pasado sea sólo una experiencia. Pero, a veces, la experiencia se torna borrosa y amenaza con ser una mentira, cuando no tenemos donde anclarla. A veces se nos esfuman pedazos de nuestra vida si no pueden evocar con claridad el espacio en que existieron. Mis años de primaria son una quimera, con suerte recuerdo el nombre de una o dos profesoras, la mitad de las compañeras de mis clases, y los salones donde estudiaba no tienen esquinas, ni colores, ni escritorios definidos (eran de tintero, de fórmica, cortos, largos, con bandeja?). Hace poco me reía, porque incitada al recuerdo, me dí cuenta que no había ni una partícula de memoria de mi 5to grado. Ni la profesora, ni el aula, ni los recreos. Nada, como si nunca jamás lo hubiera cursado.
Asi mueren los pedacitos, volátiles y frágiles, sin poder aferrarse a la voluntad de ser, dejando que sólo quede en la memoria la imagen de un camino que se aleja y aleja siempre, y esa sensación perenne de vértigo y desequilibrio, ansiando profundamente una base firme para apoyar los pies.
Pero tengo mis cosas. La heladera es el fiel registro de que un día me animé y corté el cordón umbilical, mi cajita marrón cerrada con cinta de embalaje contiene un mundo dentro, y aunque no la haya abierto en un par de años, me acompaña con la prueba de mis sentimientos adolescentes. Tengo cartas de aquellas amigas de mis 12 años, hace demasiado tiempo que no las leo, pero gracias a esas cartas amontonadas y sujetas por un nylon, sé que existieron y que el barrio que abrigó nuestras travesuras, alguna vez tuvo forma y color. Tengo una campera vieja, muy vieja, que ya no puedo usar, pero que no puedo abandonar. Es la campera que usaba en el invierno, cuando me trepaba a los árboles de los distintos jardines de las casas que habité, cuando corría con mi perro a través de los distintos marcos. Esa campera une todas esas casas, y las funde en el espacio vacío. Mis cosas son ladrillos, cada una de ellas, el pedacito de una casa única que estuvo conmigo desde el primer momento, lo único que tengo para trazar mi camino.
Mis cosas son "yo" y yo soy ellas, un vínculo interno y sentimental, por más materialista que parezca.