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miércoles, marzo 10, 2010

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No hay más realidad que aquella que nuestra propia mente construye por más sólida que sea la verdad física. No podemos alterar los hechos, pero en el fondo, lo único que cuenta es la percepción; y eso es puramente volátil y propio. Casi como un mundo individual hecho a medida - aún cuando a veces se nos salga de control.

Cierta distancia a pie no se siente igual en los músculos y huesos cuando desconocemos la ubicación del destino final. Saber que falta mucho nos impulsa a rendirnos; saber que falta poco nos cubre de agotamiento en la ansiedad de llegar. Ignorar por completo lo que yace por delante nos regala una resignación inconsciente que nos mantiene inmunes y tolerantes, continuando a paso firme y sin vacilar.

La expectativa y el miedo componen una lente muy particular desde donde examinamos y experimentamos la vida y esa es toda la realidad que cuenta para nosotros desde el lado primitivo y emocional.

El hogar está donde uno cuelga el sombrero. Está entre nuestras posesiones, en nuestros afectos, en los hábitos y las costumbres más arraigadas y sencillas. Nos sentimos cómodos y abrigados en lo que conocemos, protegidos por lo que nos hace e hizo a lo largo de nuestras vidas. Para un porteño, el hogar es un asado, un "Che!" gritado a nuestra espalda, un "boludo" metido en cualquier oración sin relación alguna, una reacción exagerada, una puteada innecesaria, una pasión abrasadora por lo más nimio y pequeño, una ciudad enquilombada y apurada, un bondi repleto, una vieja amarga y resentida que nos pega con el bastón o la cartera, un taxista con historias heróicas o crónicas políticas que nunca terminan... Cosas que odiamos y amamos a la vez. Cosas que nos identifican, nos reflejan, nos contienen. Cosas que disfrutamos dejar atrás cuando nos escapamos de vacaciones, lo más lejos posible; pero que se extrañan a más no poder cuando percibimos que podemos perderlas.

Una semana es un suspiro. Se nos va de las manos sin que podamos contabilizarla, es un tiempo de descanso irrisorio cuando necesitamos desconectarnos. Pero es una eternidad cuando la percepción cambia. Cuando te dicen que no podés volver, cuando te ves librado a la buena de un extraño, cuando te cierran los medios y te dejan una sola certeza: la de estar atrapado en un país ajeno en que las empanadas saben a galletita de agua y el dulce de leche es más soso que el pollo seco. El deseo de regresar se multiplica al infinito y la ansiedad de no poder hacerlo se vuelve asfixia. Te sentís desprotegido, inseguro, desconfiado y presa de un mundo desconocido dispuesto a devorarte. Te sentís vulnerable a cualquier suceso, antojo y voluntad externa. La conciencia de jugarla de visitante se hace ineludible e intensa y la idea de lejanía se torna insondable. Cada puerta cerrada se convierte en una frustración sobrehumana y el recuerdo del hogar se vuelve una fantasía maravillosa.

Volver después de eso es inigualable. La paz interior, el sosiego de reencontrarte con tu raíz, con tu universo. El placer de sentirte parte, saberte con derechos y la reafirmante confianza de conocer todos los sistemas y recovecos. Restituirte en pleno de nuevo, recuperar la sensación de ser dueño y señor de tu tiempo y lo que te rodea. Saber dónde ir, qué hacer y cómo hacerlo. Reconocer las voces, los modos y las formas. Recuperar el cetro de la herencia de tu experiencia y el gobierno de tu voluntad. Ser íntegro y tener identidad de nuevo; eso es el hogar o - como reza el dicho - "colgar el sombrero".

Detestar la ciudad es un hecho. Pero la realidad es que amo estar de regreso.

2 comentarios:

Perra Latosa dijo...

Y a mí me encanta que lo estés, y con anécdotas tan ricas. Eso es glamour, no es como una que sólo vuelve insolada, con las patas hinchadas y una pila de ropa por lavar. Se vemos el sábado ti1

Connita dijo...

Jajajaja, y que hay de volver igual de blanco teta y darte cuenta que se te acaba el sol para el resto del año?

Habrá Pilates con cama solar incorporada?