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viernes, julio 16, 2010

Ficción

Escribiste la obra perfecta en el desierto blanco de tus ansias mientras yo no miraba. Creaste el escenario, la banda de sonido y los personajes en mi ausencia y citaste extensos diálogos mientras callaba. Desarrollaste la tarea con paciencia y deleite, siendo tan meticuloso que no olvidaste el punto de una sola “i”. Y guardaste el libro bajo llave, soltando con grandilocuencia de cuando en cuando los floridos párrafos de mi personalidad resumida en tu visión.

Te jactaste pesadamente de tu ojo avizor y tus talentos perceptivos cada vez que objeté a los trazos inconexos que podía comprender, por lo que nunca escuchaste más que la resonancia de tu voz. Tal pasión y convicción había tras los positivos y negativos con los que me vestías, tan infructuoso era tratar de demostrarte las estridencias, que intenté satisfacer tu lista con lo mejor de mi voluntad. Pero si a veces olvidaba una característica, si el cansancio me impedía actuar con credibilidad o se me hacía insostenible el guión, estallaba la incongruencia en tu mirada furibunda y en la aridez de tu tono hacia mi debilidad.

Con furia remarcaste inestabilidad en letras grandes, una y otra vez, sobre tus pulcros escritos, haciéndome responsable de la desprolijidad en las pulidas hojas. Encendiste infiernos sobre mis lágrimas y congelaste volcanes ante mi frustración, vociferaste a mis desgarros y extendiste ominosos silencios a las súplicas que se te hacían incoherentes. Y tan sólo habría bastado una caricia, un abrazo, una mirada de piedad. Si alguna vez hubieras escuchado, si hubieras mirado, si me hubieras conocido, habrías notado cuán fácil era en realidad. Sólo una palabra de cariño para apaciguar mis miedos, un beso para espantar mis demonios, un gesto de ternura para calmar mi ira, un abrazo para ahogar mi decepción, un voto de confianza para aniquilar mi frustración.

Habría sido tan fácil si tan sólo, realmente, me hubieras conocido…

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