En la oscuridad tomo un recodo hacia la derecha. Ya no necesito de mis ojos para orientarme, ni hace falta que mis manos se deslicen por los muros húmedos y pestilentes. Me he acostumbrado a la penumbra cerrada de mis contradicciones, a la espesa bruma de mis expectativas confundidas. También he prescindido de mis desprevenidos guías, los ejecuté una vez hube penetrado los círculos más inaccesibles, cuando se transformaron en meras sombras frente a los verdaderos terrores que me habitan. He ganado más batallas de las que esperaba librar en este tiempo y eso me alienta a seguir camino, hacia la derecha, donde el aire se torna rancio y huele a ponzoña. Antes de que supere una decena de pasos en la dirección elegida una cicatriz se aja al instante y mana la tibieza carmín de recuerdos sepultados. Me sonrío con languidez; ya sé lo que me espera al final de este túnel en particular.
Por primera vez, desde el comienzo de mi travesía, me detengo y vacilo. Acaso no esté lista aún para esta batalla inmemorial. Tal vez aún existan oponentes más fáciles de vencer en alguna de las bifurcaciones que fui dejando atrás. Indudablemente todavía hay mucho infierno por recorrer y círculos más profundos a los que parece no haber acceso. Sería imprudente arriesgar el fracaso tan pronto.
Mientras me giro para volver, percibo un bulto por el rabillo del ojo. Más negro aún que la oscuridad circundante aunque lo creyera imposible. Una risa débil y cascada se abre camino en el silencio. Se encienden dos puntos grises que flotan difusos en la figura encorvada; unos ojos desteñidos que se clavan en mi pecho y agrandan la herida como si tuvieran la habilidad de perforar. “Qué inocencia. Querer abarcar un mundo en un solo viaje” La voz carrasposa y deslucida denota una edad incalculable, su tono es burlón pero abriga cierto grado de nobleza que no esperaba encontrar en estas profundidades. El silencio vuelve a cerrarse en torno nuestro mientras nos observamos sin vernos, aunque sé que ella no necesita de sus ojos para verme. Creo reconocer su identidad pero prefiero no preguntar.
Los contornos de la figura empiezan a confundirse en la oscuridad y me doy cuenta que la negrura está cediendo. Un brillo tenue se adivina al final del sombrío pasadizo. Apenas una esfera pequeña de luminiscencia mortecina que va extendiéndose lentamente, como si el final del pasillo se estuviera acercando a mí. La silueta empieza a desvanecerse y vuelvo a vacilar, pero ya es tarde para volver atrás. La oscuridad está retrocediendo. “Haz lo que has venido a hacer. Para ganar no hace falta vencer”, las palabras de la anciana, esta vez serias y firmes, se expanden en un susurro cuando lo último de su forma se dispersa en la nada. El resplandor aumenta y ciega mis ojos por un momento, me rodea un fulgor intenso pero puedo identificar que hay alguien delante de mí. Mis piernas se debilitan, definitivamente no estoy lista aún para este encuentro.

Veo su rostro, difuso mientras mis ojos se acostumbran a la luz, pero su inocencia es tan nítida que abruma. Me sonríe con dulzura y estira una mano cálida y gentil. Mi alma se contrae y caigo de rodillas, sé que mi pecho se romperá en breve soltando una marejada que me ahogará con increíble facilidad. Ya no puedo pensar en batallas ni conquistas, no puedo dañarlo, ni siquiera puedo pretender que quiero intentarlo. Lo observo suplicante, acobardada, debilitada; y su sonrisa se vuelve más brillante, más insoportable. Me sofoca la ingenuidad que lo libera de culpas, el daño hecho sin conciencia ni voluntad, tantos años de exilio del cuerpo que mi corazón ha soportado sin poder defenderse ni suplicar. Sin querellantes ni acusados, sin causa y sin justicia. Tan solo la condena, engendrada por su misma esencia, irrevocable en su desvinculación de toda arista argumentable.
El suelo comienza a ceder bajo mis piernas, se vuelve blando y viscoso y comienza a engullirme. Una ciénaga espesa que acaricia terroríficamente mi piel con la promesa de la perdición. Intento liberarme, hacerme a un lado; salvarme, pero mis músculos no responden. Estiro una mano hacia él, mis ojos empañados en zozobra, mi boca dibujando un ruego sin sonidos. No puedo sucumbir en estas profundidades, no después de tanto esfuerzo. Él toma mi mano, pero no tira de ella. Se arrodilla junto a mí manteniendo su sonrisa y besa mi frente con ternura. “Es hora” susurra con aquiescencia y se queda inmóvil, sosteniendo mi mano, mirando mi naufragio. Veo en sus ojos un destello de liberación antes de que el fangoso suelo termine de tragarme. Las tinieblas me envuelven con espesura, arrastrándome a lo más hondo, donde sólo existe la lobreguez absoluta; la ruina que con tanto empeño venía evitando.
En medio del insoportable frío e insondable silencio lloro mi arrebato. Creerme capaz de vencer a un fantasma tan antiguo y colosal sólo por estar más vieja. Como si los años fueran garantía alguna de superación. Como si un cuerpo más alto y robusto hiciera alguna diferencia contra un espectro emocional. Sin una salida, sin metas ni sentido ya, me doy por vencida al fin, después de tanto tiempo. Pero antes de entregarme a la nada percibo un débil vestigio de vida en este abismo, una entidad cálida y pura que se aferra débilmente a la existencia y se siente extremadamente familiar. Desterrada a este recóndito espacio inhóspito me ha estado esperando por años; la esencia de todo lo que buscaba.