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miércoles, junio 09, 2010

Agallas

Es fácil confundir el valor y la cobardía. Como sucede con el amor y el odio, con el principio y el fin. Extremos, que llevados más allá de su núcleo se acercan demasiado a su opuesto. Y la confusión puede enloquecer a veces. Especialmente cuando uno intenta constituirse en una imagen digna de sí mismo.

Terminar una relación que lleva años construyéndose no siempre se traduce en abandono y desinterés. A veces requiere de mucha fuerza, honestidad y coraje. Es fácil verlo como cobardía; considerar que se huye de un compromiso, que se escapa del esfuerzo, de la lucha. Pero en ciertas situaciones, determinar un final es – justamente - lo que mayor energía, compromiso y combate demanda. Requiere, en principio, de la honestidad de ver la realidad tal cual es, sin deformaciones nacidas del deseo y la expectativa de lo que nunca será, sin el encubrimiento de los velos del poder y la obligación auto impuesta. Esto, luego, instiga al compromiso con uno mismo – y también con el otro – de hacer lo que es mejor y más justo para cada uno a partir de la verdad que conocemos. Aunque duela asumirlo, a veces - por más cariño que se profese - lo mejor para cada cual está muy lejos de permanecer juntos. A veces nos dañamos por demás por estar demasiado cerca de quienes más queremos y no ver lo que estamos generando y lo que estamos impidiendo. A veces nos arrastramos a abismos insondables por aferrarnos a la idea de lo que debería ser e ignorar todo lo demás. A veces el niño interno nos domina en la creencia de que el cariño todo lo puede, cuando no siempre es verdad.


Finalizar una relación consolidada que está marchitando a las partes exhorta a combatir la costumbre y la comodidad, a salirse de la posición que nos abriga (y nos ahoga) para saltar a la incertidumbre (donde el abrigo parece más fuerte que el ahogo). Requiere del esfuerzo de empezar de cero, de mantenernos firmes en la decisión correcta; superar el miedo y negar la tentación del hábito. Desgarrar nuestras entrañas, asesinando nuestras ilusiones y esperanzas, sabiendo que lastimaremos a quien queremos por buena que sea nuestra intención. Aceptar que seremos el malo de la película hasta que nuestra contraparte se dé cuenta de lo que vimos nosotros; que era lo correcto, que era lo mejor para ambos (si es que lo hacen).

Son muchas las cosas que influyen cuando se admite que nos estamos hundiendo en un engaño y arrastrando al otro en el proceso. Y aunque la partida aparente la cobardía de darse por vencido, todo lo que implica requiere de un coraje colosal: asumir el papel de villano, romper nuestro propio corazón y el de quien queremos, lanzarnos a la soledad, miedo e incertidumbre; perder a quien más nos conoce, renunciar a todo lo que hemos construido con tanto esfuerzo, sacrificar la seguridad y control de un futuro ya diagramado… Destruir nuestra vida, en resumen, por darnos la posibilidad de seguir el camino que corresponde. Y aunque derribar una mentira debiera ser motivo de festejo, cuando el cariño y la compañía están involucrados, suele ser más fácil para el corazón seguir engañándose que desgarrarse en la revelación del fracaso.

Intentarlo todo y luego ser capaces de admitir la derrota. Darse, mutuamente, la oportunidad de encontrar alguien a quien le sea más fácil hacernos felices y asimilar un duelo (que no se diferencia mucho del que genera una muerte) por sincerarnos con la esencia: eso requiere agallas, aunque parezca un acto cobarde.

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