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miércoles, junio 16, 2010

Desengaño

En tanto está uno enamorado, deslumbrado, perdona cualquier cosa. La fascinación eleva por sobre las cuestiones mundanas y se pierde por completo la perspectiva, por eso se puede ignorar fácilmente lo tosco, lo grosero, lo superficial, las heridas, el maltrato o la indiferencia. Uno queda protegido por la fantasía, portentosa maravilla, que solventa todos los problemas y errores, llena todas las fisuras con el mágico cemento gomoso de la ilusión. Y la frustración ignorante, inexplicable y misteriosa que invade cada fibra del espíritu es empujada a un lado constantemente, como un mechón de cabello que se empeña en caer sobre los ojos. Uno ha de estar mal de la cabeza, enfermo de nostalgia o alguna cosa así, se piensa. Se auto medica o se llena de cosas para aturdir al silencio, pues esa angustia intangible y dispersa ha de ser un mero fantasma prestado de algún pasado insignificante.

Pero un día se apaga la llama; las cosas dejan de ser fugaces formas que se desdibujan (o bailan) chisporroteantes frente al fuego pasional y se empiezan a ver los bordes definidos de la inmutable realidad. El objeto de nuestra adoración sale de la incandescencia para reflejarse en el matiz pálido de la luz natural y la hipnosis se esfuma para revelar lo mundano. Y si allí había alguna estridencia ignorada, pasa a tomar la vacante en la brillantez y todo rechinamiento del alma refulge lastimando los ojos. Los malos tragos ignorados se acoplan en pesos insoportables sobre cada menosprecio y atropello, haciendo que la situación se vuelva insostenible, intolerable, sofocante. Entonces sólo se puede gritar, estallar en frustración y reproche, rebelarse en negación caprichosa y consumirse en la desilusión de la ingenuidad. Se agoniza la ruina de la fantasía, el espejismo que ya no podrá volver a montarse por más que se empeñe la vida en el intento. Se abomina el resurgimiento estentóreo del orgullo que envenena las entrañas en la conciencia de los abusos permitidos. Y se acepta, finalmente, el fin de una vida y una forma, el cambio inevitable del espíritu que ha perdido otro poco de su noble inocencia.

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